Méderic, desde hacía un tiempo ya, venía sintiendo una incomodidad en el pecho que no lograba identificar. Ese día, al salir del Victor Hugo, caminó, como siempre, por la Grand Rue, y la Rue de Vauban, hasta alcanzar la Rue de Sélestat por donde desviaba a la derecha por la Rue d' Arras para llegar a su hogar sobre la Rue Gustave Umbdenstock. Caminaba solo ante la ausencia de Aymé, arrastrando los pies, pensando en qué sería esa sensación que llevaba tiempo aquejándole. Sentía el pecho oprimido todo el tiempo, y se intensificaba cuando pensaba en alguien en especial. Un hormigueo le recorría el pecho y le llegaba hasta los dedos. Apretó los puños, se sacudió las manos; se rascó la espalda, y la ve invertida de sus costillas, intentando calmar el cosquilleo que no quería cesar. Entonces, desesperado por su incapacidad, a punto de gritar de frustración, escuchó una voz, una risa, una que él conocía muy bien. Giró su cabeza buscando el sonido. Lo halló unos pasos más adelante. Su hermana reía a carcajadas y hablaba con una extraña, se veía tan feliz como cuando estaba con él, tan feliz como nunca la había visto con alguien que no fuera él. No lo aceptaría en voz alta, pero sintió celos. Estaba tan acostumbrado a verla forzar sus amistades, a fingir que todo estaba bien, que verla así, era algo completamente nuevo para él. Debía cuidarla. No todo podía ser así de bueno; seguramente le volverían a hacer daño.
Esperó un poco junto al cristal que delimitaba la cafetería-heladería antes de hablar. De nuevo la sensación se intensificaba dentro suyo. Saludó. Intentó contenerse, no portarse como un imbécil, pero debía cuidar a su hermana, debía hacerlo.
Elora, al percatarse de la posición que estaba tomando su hermano, se sintió avergonzada con Alma. Amaba a su hermano, y le agradecía que la cuidara tanto, pero esta vez, su actuar podría dañar la única amistad que en verdad deseaba tener y conservar. Sabía que él aún se sentía culpable por no haber estado a su lado cuando la crueldad de una niña la marginó. Sabía también, esa era su forma de protegerla, de demostrarle que la quería; hasta el momento nunca se lo había impedido, nunca le había causado la mínima molestia porque sabía que la mayoría de sus amigas aguantarían todo con tal de agradarle un poco, o hablar con él por un segundo siquiera. Pero Alma no era como ellas, estaba segura de ello. Abrió la boca para intervenir, para intentar arreglar el posible desastre que su hermano acababa de crear, pero Alma tomó las riendas antes que ella, y fue su voz la que sonó primero.
—Muy bien, Méderic, ¿te vas a quedar de pie o te piensas sentar?
Las amigas de Elora siempre fueron las típicas estudiantes de secundaria de cara bonita que buscaban reconocimiento bajo una máscara de cordialidad y amabilidad, que a la más mínima muestra de hostilidad y protección de parte de Méderic, salían corriendo despavoridas con la certeza de que su fachada peligraba con la destrucción ante cualquier mínimo descuido. No es que fueran malas chicas, pero tampoco eran las mejores; aquellas chicas eran del tipo que pasarían por encima de cualquiera si su reputación y posición en la sociedad estudiantil se veían amenazadas. Los ideales adolescentes de alguien que sueña con reconocimiento. Elora no era así, y Alma mucho menos. Para Alma el reconocimiento no era una prioridad, no buscaba agradar con falsas fachadas sino con su verdadera cubierta, su cara real, su verdadero ser. Era allí donde se encontraba el éxito rotundo de su popularidad: el no temer a la soledad o al rechazo, ser siempre quien era. Fue precisamente eso lo que Elora admiró de lejos siempre.
Y por eso Méderic se sorprendió, porque no llevaba más de cinco minutos allí de pie, y la chica frente a él le hablaba como a cualquier otro, y eso jamás pasaba con las amigas de Elora. Con ellas siempre pasaban dos cosas: 1. Intentaban conquistarlo, y nunca salían de casa cuando él estaba por allí, 2. Sentían miedo de su frágil cubierta de falsedad y nunca se encontraban con Elora si sabían que él estaría por ahí. Méderic dejaba una extraña sensación de fuerza y protección a su paso, siempre intimidaba o seducía; no era nada extraño; él estaba perfectamente acostumbrado, sabía de su atractivo masculino. Sin embargo, Alma lo enfrentó, y no en modo cortejo o coquetería, sino como lo que era: el hermano de Elora, su amiga. Era la primera vez que eso sucedía. Él, un poco perplejo por lo que estaba pasando, no respondió a la pregunta que le acababan de hacer. Su ceño seguía fruncido, sus ojos fijos en ella.
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Bitácora de Alma: Komorebi
Roman d'amourA simple vista, la vida de Alma Noa Villa, una colombiana radicada en Colmar, pareciera ser perfecta y despreocupada. Inteligente, conocida por todos, pero amiga de nadie, goza su soledad, y la disfruta siempre bajo su árbol. No obstante, nadie sab...