13. La vida nunca es fácil

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Me levantaba cada día sin falta a las cuatro treinta de la mañana en verano y a las 5:30 en el resto de las estaciones para salir a trotar por una hora entera las calles de Colmar. Mi recorrido nunca era el mismo, pero sí lo era siempre el tiempo y mi emoción. Cada mañana calzaba mis tenis viejos, mis preferidos para la labor, y salía disparado por la puerta evitando encontrarme con mis padres, quienes, seguramente, se hallaban desmayados de sueño y cansancio en algún sitio de la casa.

Correr, para mí, era todo menos un sacrificio. Era liberación, era paz, era olvido, era soledad de la buena, de la que yo no conseguía y solo entendía cuando corría por las calles casi desiertas, aún dormidas, cubiertas por el manto oscuro que se tendía sobre ciudades y bosques en cuanto la luna salía en lo alto del cielo. Desde joven supe, con la certeza de que el sol sale en el día y no en la noche, que mi profesión sería la de futbolista. El fútbol era mi vida. Cada segundo de cada día en mi mente estaba el deseo de ser profesional, de jugar en algún equipo famoso y reconocido, de entrenar y superarme. Y por eso salía a correr, porque quería ser alguien en la vida, salir del infierno que me suponía mi casa. Yo tenía mi futuro escrito, decidido, no tenía ninguna duda de lo que sería, de quién quería ser. Sin embargo, no pensaba desaprovechar mi adolescencia, aquella rosa de la vida que nunca volvería a florecer una vez marchita. No dejaba de lado mi sueño, pero tampoco dejaría mi juventud.

Antes de llegar a Colmar, la vida me brindaba todo lo que yo creí era felicidad. Mis padres siempre ausentes por trabajo me dejaban a merced de la soledad y las miles de malsanas maneras de deshacerse de ella, sin hermanos que me acompañaran, ni nada más que mi tarjeta de crédito. Lo demás llegaba solo. Las chicas, las fiestas, "los amigos", el licor... la popularidad. Lo tenía todo. Todo lo que yo consideraba necesario para mi superficial y vacía vida. Creía sentirme feliz, creía tenerlo todo, pero estaba muy equivocado.

Y eso lo tenían muy claro mis padres, cuando tomaron la decisión de abandonar París. Yo no lo aceptaba en voz alta, pero mis padres me hacían falta; los necesitaba para llenar el vacío que sentía siempre en el pecho, el mismo que llenaba con todo lo perjudicial de lo que me había rodeado, con todo eso tan malo que no dejaba más que un rastro de oscuridad y suciedad a su paso. Me estaba autodestruyendo, estaba sobrepasándome, haciendo sentir a mis padres los peores de todo el universo. Así que se mudaron, lejos de París, de aquella ciudad gigante que estaba tragándome a mí por completo, de aquellas malas compañías, de su obsesión por el trabajo que amenazaba con destruirme a mí, su único hijo; un gran esfuerzo en tan difícil lucha por salvar a su hijo; un esfuerzo por seguir peleando esa difícil batalla.

Pero yo tenía la rebeldía inyectada en la sangre, estaba acostumbrado a salirme con la mía, a no perder ante nadie, y por eso cuando llegué a Colmar fui peor de lo que había sido en París. Para empezar, me inscribieron en un colegio masculino. Es decir, ¿de verdad? Segundo, un colegio que no tenía sino una cancha, y ninguna otra área verde grande en la que pudiera jugar fútbol, o entrenarme; eso no podía ser real; sin embargo, así era. Yo había aceptado un cambio de ciudad, a regañadientes, pero eso, ¡nunca! Era una declaración de guerra de parte de ellos.

Peleaba por doquier, estaba como un loco. Pero entonces, de alguna manera, comencé a sentir que había un cambio en todo aquello, que aquel pueblo-ciudad en el que estaba, no era tan malo después de todo.

Pronto conseguí amigos, amigos que tenían amigas, amigos que hacían fiestas, y así, toda aquella frustración que sentía la empecé a desahogar nuevamente en licor; en las noches me escapaba mientras todos dormían, y volvía borracho, casi gateando, sin saber dónde había estado toda la noche siquiera; o sencillamente no volvía, me quedaba dormido en cualquier parte, fuera en la calle, entre pastos de algún parque, en algún sofá de alguna casa, donde fuera que mi cuerpo resistiera a llegar. Sin embargo, conforme fueron pasando los meses, y pude conocer mejor el lugar, me di cuenta de que no era tan malo, y llegué a disfrutar estar allí.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora