29. Ezra Babineaux

5 3 0
                                    

A pesar de ser sábado, el día en la heladería estaba, relativamente tranquilo. Afuera, el cielo, misteriosamente, se tapaba de nubes, por lo que la sensación térmica del día no era tan alta ni sofocante. El piso de arriba de la heladería estaba lleno de lectores solitarios con sus cafés, mientras las mesas de afuera estaban casi vacías, tras la partida de una última visita de una familia numerosa que se hallaba allí de paseo y habían acabado con mis reservas de helado de vainilla, haciendo que Elie se refugiara de nuevo en su santo grial: su taller, su cocina.

Me recosté sobre el mostrador junto a la caja registradora, algo agotado, descansando un poco la espalda, y esperé a que algo diferente pasara en el día que me pudiera despejar las nubes que, incluso, poseían el cielo del día.

Decidí entonces, llamar a mis hermanos, aprovechando el descanso.

Corrí a la cocina, aun cuando sabía que no era necesario porque ella ya me lo había dicho muchas veces, a avisarle a Elie que haría una llamada a mis hermanos. La encontré tarareando, como siempre, la canción que sonaba en el momento por las bocinas de la cafetería, mezclando todo para hacer el helado, como química experta, poniendo en él pizcas y pizcas de ese no sequé que ella tenía, y que no hacía más que agregar un sabor excepcional a cada alimento y cosa que había en el lugar. A veces la encontraba susurrándole a los huevos, a la harina, a las flores, a la leche, incluso a las sillas, agradeciéndoles por su función, por permitirle trabajar a ella, diciéndoles con infinito amor, lo valiosas o valiosos que eran, y cuan afortunada y honrada se sentía por poder vivir con ellos. Era algo increíble, pero verla era casi una terapia, la mejor medicina. Ella destilaba amor, y estaba tan agradecida con la vida y con cada cosa que tenía, que no dudaba en recordárselo y agradecérselos; es más, nunca la había visto enojada o arrugando el ceño siquiera.

—Elie —llamé, suave—, vengo a avisarte que voy a usar el teléfono.

Elie levantó la mirada, me vio de lejos, y, sin dejar de tararear, me sonrió.

—No debes avisarme, querido, tienes todo el permiso para ello.

—Gracias, Elie.

—¿Cómo va todo afuera?

—Está tranquilo. Por ahora, no han llegado nuevas mesas.

—Vale. Ve y llama a tus hermanos, aprovecha.

Le sonreí con los ojos y con la boca, agradecido.

—Elie, ¡gracias! De verdad, muchas gracias.

Ella me devolvió la sonrisa, y con todo el amor que tenía, me dijo:

—Es con todo cariño, querido.

Al colgar la llamada con mis hermanos, y estar más tranquilos sobre su estado, volví a casi recostarme sobre el mostrador, agotado, apoyado sobre mis codos. Pensé en la cena con Aymé, y en lo bien que había salido, en lo alegre que se había puesto él, y en lo agradecido que estaba con nosotros por esa sencilla acción. Y él que no sabía todo lo que nosotros teníamos para agradecerle...

Pensé entonces en Lucie, y no pude evitar extrañarla. No sabía cuánto tiempo me iba a tomar volver a verla, ya habían pasado casi dos meses desde nuestro último encuentro, pero estaba tan ansioso como la primera vez que la vi. La verdad era que no quería dejar a mis hermanos; ya los dejaba el suficiente tiempo en el día, no podía abandonarlos de noche también. Así que simplemente suspiré, y la reviví en mi mente con la viveza del día, y recordé a sus ojos, a su voz, y a sus sabias palabras. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, era suficiente.

En medio de mi ringlera de pensamientos, la puerta sonó, haciéndome poner derecho de inmediato. Desde que empecé en ese trabajo, me fui soltando cada vez más y más, al punto que ya podía ver a alguien a los ojos, o dedicarle una mera sonrisa —así fuera rala y sin mucho sabor—, sin sentirme sofocado, ahogado por la presión y la ansiedad de ser juzgado y criticado, de ser atacado por cualquier nimiedad o error. Me giré sobre mis talones para recibir a los recientes clientes, con mi remedo de sonrisa y mi mirada amable —o lo que yo creía que era una—, y me sorprendí al darme cuenta quién era. Bueno, quiénes eran.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora