4. Clement Faucheux

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Como lo supuse desde el momento en que salí del colegio ese miércoles, ese envenenado miércoles, mis padres, a pesar de habernos cruzado muchas veces en casa, una semana después, seguían sin notar mis heridas; en realidad no me extrañaba, con ellos eso era normal; había aprendido a entender que tener la mirada clavada en todos esos documentos era más importante que yo. En realidad, no era raro que tampoco se hubieran percatado; de cierta manera, estaban acostumbrados a verme con una que otra magulladura debida a los entrenamientos; no había porqué pensar que esas eran por otra cosa diferente, ni siquiera cuando los que tenía en ese momento eran muchísimo más graves; aunque no lo aceptara ante nadie más, Aymé tenía una buena derecha, y había acertado varios puñetazos.

Sin embargo, el sábado, antes de salir hacia el entrenamiento de seis de la mañana, me encontré con mi mamá en el pasillo que conectaba la cocina y la sala de estar. No sé si fue por aquel instinto extraño de las madres o porque simplemente recordó que de vez en cuando debía desconectar su mente de su amada profesión y recordar a su hijo, pero al ver mi rostro puso cara de terror inmediatamente intuyendo lo peor; estuvo a punto de romper a llorar sin hacer una pregunta siquiera, transportándose al pasado, a París, sintiéndose la peor madre del mundo. Afortunadamente, solo notó la irregular línea roja sobre mi nariz que aún no desaparecía, a diferencia del ojo inflamado y morado de los primeros días; para mi fortuna, tenía una maga de mi lado, y Solenne me había enseñado a cubrir el color que demoraría una semana más en desaparecer, y por eso y por mi rápido actuar, fui capaz de salir bien librado de la tormenta con la que amenazaba el dolor de mi madre. Hablé rápidamente, la tomé por los hombros, y la sacudí un poco para hacerla reaccionar.

—Mamá, tranquila, no he peleado, me ha pegado un balón en la cabeza y me hizo golpearme con el tubo de la portería. ¡Dios! Tranquila, no he hecho nada —mentí. Para mi suerte, mamá lo creyó.

—¿Te duele, mi Cielo? —preguntó— Soy terrible por no haberme dado cuenta antes —dijo, lamentándose.

Insistió en hacerme una pequeña curación y ponerme un poco de Micropore sobre la herida; su celular no paró de sonar en todo el rato. Pensé que me soltaría, agarraría su celular, y seguiría trabajando, como siempre, pero no, lo ignoró por completo hasta que terminó de limpiar la herida y cubrirla; además me hizo desayuno, me acompañó a comer y luego caminó conmigo hasta la puerta, donde me abrazó y me pidió disculpas por no estar tanto tiempo conmigo como debería. Después de tantos años siguiendo la misma rutina, acostumbrándome a mis padres ausentes, creí volverme una persona que no necesitaba de nadie, ni de ese tipo de sentimientos ya que había crecido solo y así seguiría siendo; pero después de recibir ese abrazo, mismo que no me daba desde hacía años, me di cuenta de que no era así. Recibir esa clase de afecto de parte de mis padres me despertaba tantos sentimientos, que algunos llegaban a ser contradictorios; de cierta manera con ese abrazo impregnado de afecto, el vacío que sentía siempre en la boca del estómago y en el pecho se llenaba; pero, de una extraña manera, a su vez, también se amplificaba, se expandía, y, al parecer, le nacían espinas, porque podía sentir claramente cómo mi interior lloraba ríos de sangre con cada gota de amor que mi madre me entregaba. Me sentía más incómodo que cómodo; no sabía cómo reaccionar a ese tipo de afecto sin desmoronarme o parecer grosero.

—Adiós, mamá —fue lo único que pude responder antes de salir corriendo de sus brazos; si me quedaba un poco más, noté, seguramente rompería en llanto por más estúpido que pareciera. Sabía que la hacía daño con mis acciones, pero no sabía qué más hacer para mantenerme estable, para no acostumbrarme a esa sensación que pasaría tiempo sin volver a sentir.

Mamá y papá habían intentado dejar de trabajar tanto, prestarme más atención, y lo lograron, en un principio. Pero entonces todo se les empezó a salir de las manos, y si bien ya no viajaban como antes, el trabajo seguía siendo una de sus prioridades; no los culpaba, entendía que amaran su profesión; era solo que sentía como si ese trabajo fuera más importante que yo, su hijo, ¡su único hijo! Y por eso dolía más de lo que debía, porque ni con todos los lujos y todas las cosas que teníamos, eso se llenaba, se mejoraba, ni mucho menos, se arreglaba.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora