20. Alma Noa Villa - Parte 1

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—Esa noche fue la última que vi a Sami sonreír—dije—. Lo perdí al día siguiente, justo frente a mis ojos.

Para entonces, ya estaba cubierta de lágrimas e hipos. Las manos me temblaban, y aún sí sabía que les estaba viendo a los ojos mientras contaba mi historia, no los veía a ellos en sí, sino que, por el contrario, mi mente se hallaba viajando por el pasado que almacenaba, en los recuerdos, en las vívidas imágenes que aún guardaba de ese día en mi mente.

—Alma —dijo alguno de los dos, solo que no reconocí la voz.

—Está bien, dejen que termine —les dije.

—Pero...

—Necesito que sepan todo.

—No tienes porqué...

—Les quiero contar —dije—, necesito que me entiendan, y me perdonen. Sé, además, que ustedes no me van atraicionar.

Volví a mi relato después de tomar una honda respiración que me devolvería algo de voz. Contuve la bocanada por unos segundos y, luego, sintiéndome con un poco más de fuerza, volví a hipear palabras.

—Al día siguiente, Sami se levantó en mi casa, igual que siempre lo hacía. Saludó a mis padres, les abrazó, les dijo que los quería, y desayunó todo lo que le pusieron en el plato. Nada parecía extraño. Ninguno de nosotros lo notó —continué mi historia.

»Por mi parte, estuve pegada a Sami como laja, igual que siempre, y, al día de hoy, sigo sin entender cómo no me percaté de lo que le sucedía. Mis tíos llamaron, igual que siempre que Sami dormía allí, mis padres nos dejaron salir a jugar, igual que siempre. De verdad que nada parecía torcido. Tal vez, por mí misma inocencia no logré percatarme de ello, del veneno que el día llevaba, del terrible mensaje que quería entregar; tal vez, por eso mismo, no fui capaz de percatarme de que la muerte estaba visitando mi hogar.

Me detuve un segundo para sonarme y limpiar un poco mis lágrimas. Escuché a alguien más sollozar, y supuse que era Elora, pero en realidad, no lo sabía; tenía la vista tan emborronada y la mente tan perdida en el pasado, que ni eso lo pude confirmar. Alguien más me acercó una caja de pañuelos. En ese momento, ni siquiera sabía quién más se encontraba conmigo, no sabía nada; no pude más que agradecer, no sin soltar un quejido que seguramente desgarró las almas de todos allí, y buscar más fuerza para terminar de relatar el recuerdo que aún me carcomía viva de vez en cuando.

—Siempre que salíamos a jugar, alguna de las madres o de los padres de los chicos que salíamos, nos vigilaba. Ese día era el turno de los papás de Mariana Saldarriaga, mi vecina del primer piso; era una llorona, aún lo recuerdo, pero sabía divertirse —reí—. Habíamos quedado a las 10 en punto en portería. Esa mañana salimos más niños de lo normal. Incluso los gemelos Ruíz se animaron, y eso era extrañísimo, esos dos eran dos bichos raros que preferían jugar solos; estaban obsesionados el uno con el otro. El caso fue que salimos. El día estaba caluroso, aunque no soleado. Típico día de Bogotá por ese entonces. Ese día me puse mis tenis favoritos. Estaba tan tontamente emocionada por jugar con todos, y con Sami... recuerdo que estaba tan feliz... y Sami también lo parecía.

»Nos encontramos en la portería. La mamá de Mariana, o Marianita, como le decíamos entonces, nos saludó a todos de beso, mientras que su padre se limitó a saludar, más que todo, a los padres. Sami me llevaba de la mano. Éramos niños de todas las edades, incluso de las de Sami o similares; no nos importaba, todos jugábamos mejor juntos. Me solté de Sami y fui a saludar a los demás, luego de saludar a los papás de Marianita a punta de abrazos; yo de verdad tenía un problema en ese tiempo —reí amargamente—, vivía tan tontamente embelesada con la vida, tan feliz, que me la pasaba repartiendo abrazos cargados de amor a todo el que podía; yo era el bicho raro ja ja, no los gemelos Ruíz.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora