9. Elora Abadie

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Siempre viví esclava de mis mentiras y las apariencias que con tanto ahínco quería mantener. La verdad era que yo había creído que no tenía más remedio que vivir así, sumergida entre ellas para lograr encajar en lo que la sociedad llamaba "normalidad", y que no tenía más opción que la falsedad. Hasta que, un día de verano, tan soleado como me gustaban los días, me encontré en el pasillo con aquella persona que consideré mi salvación.

Alma estaba en la mitad del zaguán, frente a su salón de clases, completamente rodeada de gente, de sus compañeros de clase —seguramente—, que rogaban una explicación con sus apuntes en mano. Me quedé mirándola a ver cuál era su reacción, y me hallé sorprendida al ver que ella reía y asentía, encantada, a la vez que les pedía entrar al salón para explicarles a todos lo que querían. La cara de todos era un poema. Se abalanzaron sobre ella emocionados y entraron al salón para seguir estudiando; me sorprendí porque no encontré en su expresión ningún atisbo de mentira, molestia, o falsedad alguna, y porque en sí el suceso era algo extraordinario; es decir, lograr que todo el salón quisiera volver a estudiar era algo gigante. Se veía tan auténtica, tan natural... ella no se escondía tras velos de apariencias o hipocresías como lo hacía yo. No. Ella sabía quién era y, al parecer, le encantaba serlo.

Muy al contrario de Alma, yo siempre me escondía bajo las apariencias intentando no molestar a nadie y agradar a todos, pero jamás de la forma en que era yo en realidad; siempre bajo mi disfraz. Y todo se debía a un incidente minúsculo —pero que para mi mente fue gigante—, por lo que vivía desde entonces bajo el yugo del miedo, bajo aquel susurro poderoso que me repetía una y otra vez que nunca nadie aceptaría a una rara, tímida, amante de los insectos y el sol.

Todo empezó cuando yo era pequeña, cuando yo tuve que asistir a un jardín diferente al de mi hermano Méderic debido a la falta de cupos. Esa era la primera vez en mi vida en que yo estaba sola, y, sinceramente, recuerdo que no pensé que fuera a ser tan difícil, pues con mi hermano había podido sentirme libre siempre; por eso no pensé que la afinidad que había mostrado yo siempre con la naturaleza y los animales me fuera a causar algún problema; o sea, sí era cierto que a diferencia de otras niñas que se asustaban con un perro grande como el Dogo Alemán, yo me emocionaba, pero ya, tampoco pensé que eso significara una diferencia grande, para nada.

Hasta que conocí a Cécil y me hice su amiga. Y todo parecía bien; jugábamos, reíamos y compartíamos, todo sin mayor problema. Pero entonces un día ella descubrió mi pasión por los insectos, y de ahí todo se fue al caño.

Ese día anduvimos normal, jugando, igual que todos los días. El problema fue el verano, que nos obligó a escondernos un poco del sofoco tras una pared jugando con unos cubos que habíamos sacado del salón; Cécil se entretuvo con su cubo, y yo con el mío, que lancé con mayor fuerza de la necesaria hacia el pasto, por lo que tuve que levantarme a recogerlo; ese día me encontré con un insecto que nunca antes había visto, era una especie de escarabajo que nunca antes había podido notar en los parques a los que había ido, y por eso, eclipsada y emocionada por completo, lo cogí y lo llevé con Cécil, pensando que ella, al igual que yo, quedaría enamorada de él. Pero no, me equivoqué. El escarabajo en mis manos espantó tanto a Cécil que sus gritos los escucharon hasta los transeúntes; nuestros compañeros se acercaron y nos rodearon, alarmados y curiosos, y cuando los gritos y el llanto de ella fueron tan altos que hasta las profesoras llegaron. Recuerdo que escuché cómo ella les decía a todos que yo la estaba molestando y amenazando con el "bicho" que tenía en la mano, que era mala y no quería ser mi amiga. Y, de nuevo, no entendía por qué debía ser de esa manera, si eso era algo tan natural, tan normal... pero así fue, por eso me gané un castigo tonto, por un suceso tonto; tan pequeña e ingenua fue como conocí el rechazo, porque a partir de ese día mis compañeros me segregaron de sus grupos por un buen tiempo; fue así como entendí que no todos sentían lo mismo que yo. Con mis cortos 4 o 5 años —no recuerdo bien la edad exacta—, decidí esconder lo que yo era y lo que me gustaba para no quedarme sola; no quería repetir las sensaciones de ese día.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora