16. Ezra Babineaux

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La visita de Aymé me devolvió el alma al cuerpo por ese día. Después de su partida y de haber finalizado la llamada con mis hermanos —que igual de eufóricos que yo hablaban del otro lado de la línea—, me percaté de lo desagradecido que estaba siendo con Aymé. Sabía que él entendía la magnitud de mi problema, o de lo limitado que me encontraba, y, aun así, me ayudaba tanto como le era humanamente posible; se metía en problemas por mi culpa, o dejaba de hacer sus cosas por ayudarme con las mías. Y se lo agradecía, de verdad que sí, pero cada ayuda suya me mostraba con una enormidad que llegaba a doler, lo desagradecido y mal amigo que yo era. Así que, se me ocurrió hacer algo para él en agradecimiento, mostrarle un poco del infinito cariño que le tenemos en casa por ser tan bueno con nosotros; pensé en una cena que se llevaría a cabo en nuestra habitación con tanto sigilo y cuidado como fuera posible, con el primer sueldo que recibiera; al fin y al cabo, trabajaba por y para mis hermanos, y Aymé era uno más de ellos. Pensé en decírselo a los chicos en la noche, planear todo con ellos, y tomar las medidas que fueran necesarias con Gauthier para que no hubiera problemas, cuando de pronto, sentí la necesidad de verla a ella y a su melena, a su piel, y a sus ojos de estrella.

A Lucie la vi por primera vez un 27 de marzo en un bosque cercano al que escapaba siempre que Gauthier enloquecía en las noches y comenzaba a perseguirme. No la noté en cuanto llegué, y no me explicó por qué, si ella con su propia existencia, parecía brillar en la más absoluta oscuridad —o así la veía yo—. Ese día corría conteniendo la frustración que me invadía a diario dentro de las cuencas de mis ojos; no quería llorar, no quería gritar; todas las fuerzas que me quedaban, las estaba usando para contenerme, allí, recargado contra ese árbol, escondido del bullicio, la luz, y cualquier sinónimo de humanidad. No sé por qué no escuché sus pasos. Tal vez fue porque ella parecía levitar con aquellas alas invisibles que solo yo veía, que colgaban en su espalda y rascaban el suelo con las puntas. No lo sabía. Pero, de pronto, una voz, tan melodiosa como la de un coro celestial, me habló desde el otro lado, desde el árbol frente a mí.

—Está bien gritar —dijo—, incluso llorar.

Mi corazón pareció detenerse en ese instante; estaba tan asustado que ni de correr fui capaz. Me quedé allí, quieto, viéndola a lo que suponía, eran sus ojos, con la incertidumbre punzando mi estómago con un sinfín de estocadas, queriendo fundirme con la oscuridad, hacernos uno. No supe qué decir, tan solo me quedé quieto esperando que la oscuridad me tragara.

—¿De quién o de qué corres? —me preguntó.

Guardé silencio, y no tanto porque así lo quisiera, sino porque una mano invisible me oprimía la garganta, otra me tapaba la boca, y juntas, estaban logrando ahogarme. Estaba paralizado.

—Respira —se percató—. No te haré daño —se acostó en el suelo—. Te diré un secreto: Nadie viene a este bosque, nadie excepto yo, y ahora tú —rio—. Acabas de encontrar mi mejor escondite.

Se quedó viendo al cielo en silencio, no dijo nada más hasta que yo, un buen rato después, me atreví, al fin, a luchar contra mi asfixia y hablar.

—¿Qué tanto ves allá arriba? —pregunté, curioso.

—Nada en especial, solo que no tengo a donde más ver si me acuesto de esta manera —cerró los ojos y suspiró—. Soy Lucie, solo Lucie. Mucho gusto, compañero de escondite.

Luego se levantó y se fue.

El nombre Lucie quedó resonando en mis oídos por muchos días. Creí que no la volvería a ver, pero entonces, otro de esos días en que Gauthier enloqueció, la volví a ver, y esa vez, sí fui capaz de entablar una conversación decente, y de verle por fin las dos perlas que le pertenecían como ojos. Esa noche la luna era llena. Hacía frío; estábamos terminando de salir del invierno. La luz tocó su piel, y pude notar su palidez, y el sin sabor que discurría por su materia hacia el resto de la naturaleza; no sabría explicarlo en palabras de una manera precisa —o una que le hiciera justicia—, pero podría decirse que vivía a la espera de algo, de un evento, una persona, o un extraño suceso que le hicieran desear algo más; no se veía infeliz, pero tampoco parecía satisfecha. Me observó bañada en luz, y torció la boca formando una sonrisa, me saludó, yo contesté, y ese fue el principio de todo, y de lo que era mi primer amor.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora