11. El inicio de un pésimo día

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Una nube gris y espesa se estacionó sobre los edificios del Victor Hugo esa mañana cumpliendo el milagro por el que todos rogábamos cada miércoles durante los días de verano. Eran apenas las seis de la mañana, todos estábamos somnolientos, pero más que de costumbre; odiábamos el nuevo horario, debíamos madrugar más, levantarnos mucho más temprano, y los miércoles se sentía peor, porque ese día teníamos siempre formación y debíamos esperar al rechoncho del director, para que, como siempre, nos diera algún tipo de información inútil; los miércoles eran un dolor de cabeza, una pérdida de tiempo y energía, un llamado a la lluvia, porque todos cantábamos tan feo el himno nacional y escolar, que hasta el cielo se oscurecía.

En el Victor Hugo cada año era igual, cuando la temperatura comenzaba a aumentar anunciando el verano, el colegio cambiaba su horario de entrada y salida, intentando así, evitar diferentes problemas ocasionados por las olas de calor que por esos días solían atacar a cada persona en Colmar y en el país. En vez de iniciar a las 7:00 a.m., los estudiantes debíamos asistir a las 6:00 a.m. y, por ende, la salida sería, a más tardar, a las 2:00 p.m. Era una medida drástica; el cambio de horario para estudiantes y profesores podía ser un poco brusco, pero, con el pasar de los días y años, se comenzaba a hacer más llevadero, aunque, no por eso, más agradable.

El verano se adelantó.

El calor ya comenzaba a azotar a todos en Colmar. A duras penas junio comenzaba, no llevaban más que una semana de verano propiamente dicho, y la temperatura parecía ser ya la de finales de julio, cuando, históricamente, solía empezar a aparecer la más alta. Ya comenzaba a aumentar sin remedio de los 18° a los 29° C para después lentamente ir subiendo hasta alcanzar los 34° centígrados. Esas 3 semanas de estudios eran las más difíciles para los estudiantes, el sueño casi siempre nos invadía y el transcurso del día era casi imposible; y para mi amigo Ezra y sus hermanos, no era diferente, pero ellos eran increíbles, ante todo eran increíbles.

Rompimos filas ante la demora del director, todos se desperdigaron por sus cercanías hasta completar así la totalidad de la cancha; eran casi las 6:30 am, los profesores no sabían qué hacer, cómo calmarnos a los estudiantes, así que tuvieron que permitir que hiciéramos lo que queríamos. Voces se empezaron a escuchar, otros pronto empezaron a jugar, y luego fueron las carcajadas las que invadieron el aire. Aprovechando el desorden, muchos habían incluso decidido sentarse en el suelo. Y eran todos, todos menos Ezra y sus Hermanos, que, como bien estaban acostumbrados, mantuvieron la compostura, el orden y esperaron la llegada de su mecías en el lugar que les pertenecía durante ese pequeño rato en la recién desaparecida fila.

Y a su lado estaba yo, su mejor amigo, el único con el que podía compartir con total sinceridad la cochambre que debía soportar a diario en su casa junto a su padrastro, lejos del cielo y la eternidad donde se hallaban sus padres.

Intentando que Ezra se sintiera más relajado, me acerqué a él y lo codee, señalándole con la cabeza a uno de los chicos del curso de al lado. Era guapo.

—Que no soy gay —susurró Ezra—, ya te lo he dicho. No me pongas a ver a otros.

Como era de suponer, el Victor Hugo, igual que otras entidades educativas masculinas, tenía estudiantes abiertamente gays. Yo, por mi parte, lo había sabido desde siempre, y la vergüenza que suponía aquello para algunos no era algo que me corroyera; la verdad, me sentía muy orgulloso y me amaba como era, con mi metro setenta y siete de estatura, mi cuerpo delgado pero esbelto, mi cabellera oscura y lisa, con mi homosexualidad y mi infinita caballerosidad. Y sí, eso era, un caballero, un hombre en toda la palabra, porque lo gay no me hacía menos hombre. Yo sabía quién era, y hasta mi forma de caminar lo demostraba, porque con mi andar parecía flotar, como si nadase entre el aire igual que lo hacía en el mar, soltando tantas sonrisas y coqueteos igual que un don juan, igualando a la cantidad de saludos que dedicaba incluso a desconocidos en el día. Era la persona más sociable del Victor Hugo, y posiblemente de todo Colmar; sabía que muchos envidiaban mi encanto; sabía que muchos se sentían atraídos hacia mí. Y, para terminar de cerrar todo, yo era un excelente amigo, uno fiel, bueno y sincero; era un hermano más.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora