8. Noah Athiel -1

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Noah Athiel cursaba su último año cuando decidió confesarse a la extranjera que le robaba el sueño y los nervios. Para entonces, era aún invierno, empezaba febrero y no llevaban más de tres semanas de haber entrado de las vacaciones de Navidad. Alma, como siempre, ignorando las bajas temperaturas y los vientos helados, estaba acurrucada junto a su inmensa chaqueta de invierno repleta de plumas, de nuevo, bajo el mismo árbol de todos los días, disfrutando del poco sol que se lograba escapar de las nubes grises y pasaba por las ramas desnudas hasta alcanzarla. Miraba hacia arriba, perdida en las pequeñas ramas que bailaban furiosas con el viento helado y sus pensamientos, cuando él, valiente al fin, comenzó a acercarse, no sin tener los nervios gritándole volver a su escondite tras las gradas.

Faltaban seis meses para que el nombre de Noah desapareciera de las listas del Molière, y el partiera a alguna de las universidades que tanto había estado deseando pertenecer. Faltaba muy poco, pero no se quería quedar con esas palabras atoradas en el pecho convirtiéndose a lo largo, en un arrepentimiento que le atormentaría, tal vez, de por vida.

La existencia de Alma había pasado desapercibida para Noah por mucho tiempo, más del que le gustaría admitir. Primero fue solo la curiosidad lo que lo movió; su apariencia no era normal en su entorno, ella resaltaba aún si no era ese su deseo con sus ojos llenos del cielo oscuro de la noche, su cabello de carbón y su piel de miel. Aún en medio de la diversidad que estaba presente en todo Colmar, su aspecto resaltaba. Cuando ella apareció para sus ojos lo hizo por eso mismo, por su apariencia extranjera y distante que gritaba «intruso». Noah no lo aceptaba en voz alta, pero no era partidario de aceptar extranjeros en su comunidad, y no era porque los odiara, sino porque tanta diversidad, para él, chillaba, pues, sentía que perdía de vista sus orígenes.

En un principio creyó, con total convicción, que era solo su extranjería lo que lo molestaba, pero entonces, luego sus ojos, sin querer, comenzaron a seguirla en su caminar. Desde las canchas, donde estaba él casi siempre junto a sus amigos, lejos de los árboles donde siempre se encontraba ella; dejaba que sus ojos se posasen en ella mientras se perdía con su vista en lo alto, donde no había más que ramas; a veces tendida en el suelo, a veces sentada leyendo o comiendo, a veces dormida como piedra, y todo siempre en una soledad que parecía disfrutar. Su mente comenzó a formar teorías que explicaran su absoluta soledad; pronto empezó a creer que se debía a que era antipática, pedante, una resabida que solo hablaba galimatías que nadie allí entendía ni querían soportar. Recelo, eso era lo que sentía por ella.

O eso creía.

Pero eso no explicaba por qué no era capaz de dejar de mirarla.

Todo continuó así con Noah y Alma, hasta qué, un día, cerca de la sala de profesores, Noah recibió el alivio que, sin saber, tanto le hacía falta. Dos profesores hablaban sin importar ser escuchados, sobre aquella chica que él creía odiar. Se detuvo de golpe. La torre de cuadernos que llevaba en manos bailó amenazándolo con una caída que le delatara, pero con una maniobra de equilibrio los mantuvo en su lugar, y tan silencioso como le fue posible, se escondió tras la pared —grisácea por la mugre—, más cercana. Los profesores hablaban con orgullo y entusiasmo sobre la única "chica latina" a la que enseñaban, de esa niña genio que llegó a sus clases para modificarlas, para darles el giro que tanto necesitaban todos, misma que nunca tenía una mala calificación u observación.

—Alma siempre participa en mi clase —alardeó uno de ellos, orgulloso de su estudiante, halagado secretamente por lo que su participación le provocaba.

—En la mía igual —respondió el otro, igualmente orgulloso.

—Y todos parecen quererla —dijo el primero asombrado.

No fue sino hasta entonces que Noah supo su nombre. En ese momento, dos compañeras de clase de Noah, aparecieron como espejismos por el pasillo y le hicieron salir de su escondite.

—¡Eh, Noah! —Dijo una de ellas.

—¿Aún no llevas los apuntes?

—No, se me ha soltado un cordón, tuve que detenerme a amarrarlo —mintió él.

—Date prisa, se va a acabar la hora de almuerzo.

Noah asintió y caminó hacia la sala de profesores, donde segundos antes, dos de sus profesores hablaban de la latina que él no podía dejar de ver a la distancia. Dejó los cuadernos sobre una de las mesas de su profesor, haciéndose espacio a punta de empujones y, luego, con la vista clara y sus pensamientos cristalinos, salió, no sin cierto afán, a las canchas, a ver desde allí, a quién ahora sabía, se llamaba Alma, sintiéndose culpable por haberla juzgado mal, e idiota por no lograr entender del todo sus sentimientos.

Su pecho se sentía extraño. No era molestia, no era odio, era algo más, algo que no lograba entender del todo; tal vez interés, tal vez querer, no lo sabía. Se sentía raro. Cada vez que la miraba desde las canchas algo en su pecho nacía y hacía un alboroto queriendo hacerse notar. Cada vez le resultaba más difícil respirar y controlar el latir de su corazón. No lograba entenderlo. Volvió a observarla de lejos resguardado por las gradas de las canchas y la charla en la que aparentaba estar sumido con sus amigos, preguntándose qué era aquello que le hacía vibrar con tanto fervor. No importó cuanto lo intentó, no lo pudo entender.

Entonces, un día, a tres semanas de salir a vacaciones de invierno, con la nevada que extrañamente había comenzado a caer, sus sentimientos se esclarecieron, y de repente fueron tan obvios que no creyó su estupidez y duda por tanto tiempo. De golpe entendió qué era lo que Alma le despertaba en la mente y el pecho. Como si fuera un despertar, entendió, con la vista pegada a los copos que seguían cayendo afuera en el patio, que ella le gustaba, le gustaba tanto que, sin poder evitarlo, empezó a sentir miedo de lo que todo aquello podría llegar a ser.

Noah era un chico popular rodeado de admiradoras, amigos y gente en general que insistía en hacerle parecer el imbécil que no era. Noah, aunque no lo aparentara en absoluto, era el mejor estudiante de su clase, muy inteligente, diligente, que soñaba en grande; un hombre decente, pulcro, de valores y más correcto de lo que a veces deseaba ser. Pero nadie veía eso, lo que más resaltaba era su apariencia de Don Juan. Tenía un cuerpo grande, alcanzaba los 1,80 m, ojos azules, cabello tan dorado como el oro o el mismo sol, y una sonrisa que lograba milagros entre las mujeres. Siempre fue popular sin esforzarse en ello siquiera. Debido a ello toda su vida había tenido novias, a las que, por supuesto, había querido, aunque muy a su manera. O eso creía.

Ese día, con la nevada que alumbraba los pastos no tan verdes del exterior, se dio cuenta que nunca había llegado a sentir nada como aquello que acababa de entender. No obstante, debieron pasar dos semanas para que pudiera asimilarlo y fuera capaz de actuar.

De la primera vez que la vio al día de la nevada, pasaron, exactamente, trecientos sesenta y cinco días, lo que religiosamente se conoce como un año. Se sintió idiota por perder tanto tiempo, por no saber identificar lo que creyó conocer de siempre; no sabía si ella le aceptaría, pero en caso de que la respuesta fuera un «sí», habría perdido un montón de tiempo y experiencias que, sin duda, habría deseado tener y atesorar. Cuando el día llegó, seguía lamentando el tiempo perdido y que nunca recuperaría, y los pocos meses que le quedaban de verla casi diariamente, antes de que se graduara y se fuera a seguir con los sueños que ni sus más grandes amigos sabían que tenía. Antes de alcanzar las once de la mañana, meditó sus sentimientos por última vez y, se dio cuenta de que estaba perdiendo más tiempo, y si no hacía nada por aliviar ese revoloteo en su pecho, se arrepentiría toda la vida. Y por eso debía salir y caminar hacia ella, tan valiente y seguro como pudiera, y confesarle todo lo que había tardado un año en entender. Aún si era demasiado tarde para acercarse a ella, lo intentaría. No había mucho que perder.

Con el paso de los minutos y segundos en el reloj, su corazón pareció enloquecer de nervios y ansiedad. Todo era nuevo para él; no era la primera chica que le gustaba, pero sí la primera que le importaba a ese nivel.

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A partir de este capítulo, los capítulos (valga la redundancia), comienzan a ser más largos, por lo que, para no abrumarlos, los separaré en dos partes.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora