17. Clement Faucheux

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Abajo, en el primer piso, mis padres peleaban por un trabajo sin hacer. Cansado de los gritos, me encerré en mi habitación esperando que un milagro sucediera y pudiera escaparme de casa con alguna excusa. Prendí el televisor y el Play y puse el FIFA que acababa de comprar. Nada sucedía. Ese día en especial me encontraba supremamente aburrido de mi vida. Los fines de semana en casa siempre eran incómodos y problemáticos si no tenía nada por hacer, como sucedía en ese; mis padres siempre estaban ocupados, hasta los domingos, por lo que no me quedaba más que correr, buscar cosas por fuera, hacer otros planes, el que fuera. Sin embargo, había días, como ese, en que correr no era la solución a todo; a veces me impacientaba de más no tener un lugar a dónde ir, un sitio al qué pertenecer, y un buen amigo al qué poder acudir.

Y todo empeoraba durante las vacaciones, y esas habían comenzado desde el viernes.

Pensé entonces, aburrido de jugar tras haber ganado tres partidos ya, que podría llamar a Solenne Morlet, verla un rato, deshacerme de algunas tensiones, fingir quererla por una hora o dos, y entregarme hasta el olvido de todas mis penas y dolores de cabeza. Pero no, no quería verla, no tenía el ánimo de perderme en ella.

Fue entonces que recordé a Aymé. Y a él sí me dieron ganas de verlo.

Me levanté de un salto para buscar mi celular y así poder escribirle. Hasta el momento, estaba logrando controlar mi mal genio y demostrarle que de verdad podía y quería ser su amigo, no solo aquel que le molestaba y le hacía la vida imposible; por supuesto, seguía una que otra vez sacándome de quicio con su actitud —ese era su don, mi maldición—, pero, de alguna manera había logrado manejarlo.

No encontraba el celular.

Mi cama seguía sin tender, mi ropa seguía tirada por doquier, y más orden tenía mi vida que esa habitación. Me enojé de pronto. Empecé a lanzar cosas al aire, a hacer espacio, a buscar mi estúpido celular, pero no importaba lo grande que fuera, se negaba a aparecer. Revolqué las cosas una vez más e hice un desastre mayor del que ya había, pero no importó cuánto busqué, el celular nunca apareció.

Pero entonces, cuando estaba por perder la esperanza y abandonar mi búsqueda con cada una de las fibras de mi ser, furiosas a morir por su fracaso y su desastre, mi timbre sonó en alguna parte tras de mí. Giré sobre mis pies con afán, siguiendo el sonido, rastreándolo tan rápido como me fue posible, antes de que se apagara, que desapareciera, y yo siguiera sin poder hallarlo. Lo encontré bajó un montón de ropa, casi en la esquina derecha de la habitación; no sabía cómo había llegado allí, pero no me importó, lo importante era que lo había encontrado. Contesté sin ver siquiera de quién se trataba, no quería perder la llamada.

—¿Qué está haciendo el señorito? —preguntó la voz al otro lado del teléfono.

No necesité ver el nombre en la pantalla del teléfono para saber de quién se trataba; solo una persona me llamaba «señorito». Me asombró, no sin cierta extrañeza, nuestra singular sincronía, y más aún su llamada: era la primera vez que recibía una llamada de su parte. De repente sentí que no debía confiarme; algo pasaba.

—¿Te vas a morir, Aymé? ¿Qué mierda quieres? —pregunté más brusco de lo que quería. No quería ser grosero, pero él y su actitud siempre despertaban en mí un deje de impotencia que casi no podía controlar.

—Una de las cervezas que sobraron antes. Clement, sí hoy tengo que sentirme miserable porque así lo dicta el destino, entonces hay que hacerlo bien. Para que mi día termine de ser lo mierda que ha sido, debo verte y emborracharme como antes —habló seguido, desordenado, sin respirar siquiera.

—¿Qué? —No entendía de lo que hablaba— ¿Qué mierda estás diciendo?

—Qué si me invitas unas cervezas, estúpido...

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora