12. Un terrible error

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Después de la entonación de himnos y de una charla que en realidad no decía nada importante que justificara cuarenta minutos de espera, él director dio por finalizada la formación. Para entonces eran las siete de la mañana, nos quedaba una sola hora de clase del primer bloque. Entre agradecidos y molestos, partimos hacia nuestros salones rompiendo filas bajo uno de los arcos que rodeaban la institución.

Previendo las acciones de Ezra, me pegué a Méderic, otro de mis grandes amigos, quien estaba con otros de nuestros compañeros charlando sobre la pérdida de tiempo que había sido aquella formación; en medio de empujones y risas aproveché para meterme en clase, donde, por fortuna, no lo vería, pues no estábamos en el mismo salón. Sus palabras me seguían hiriendo el pecho, todo quería menos tener que verle a la cara y escuchar la disculpa que en realidad sabía que no sentía.

En días como ese, los besos no eran un lujo sino una necesidad.

Necesitaba un beso, uno bueno, uno muy muy muy lento y artístico. Decidí que lo daría; sin importar qué, así lo haría. Mi víctima apareció entre el montón del fondo, justo antes de entrar al salón, al final del zaguán, en el último salón del pasillo, donde quedaba un curso antes del mío. Su nombre era Paul, y sus ojos color esmeralda parecieron llamarme a lo lejos, pronunciando un ruego. Lo reconocí porque su mirada llevaba sintiéndola por mucho tiempo ya. Su rostro era lo suficientemente normal para pasar desapercibida, pero sus ojos, sus ojos resplandecían incluso en la oscuridad y hacían olvidar su falta de gracia.

Le sonreí a lo lejos, como hacía siempre que encontraba a un hombre que me gustara para perderme un poco en él, brillante y donjuán, con mi mejor mirada, seductora, anhelante, que resultó atrapando inmediatamente al chico en mi telaraña. Me pareció verlo sonrojarse antes de romper nuestro contacto visual y fundirse con su salón. Fue justo en ese momento en que supe que él era el correcto; las mejillas de color, los nervios en los dedos, y el deseo escondido tras las pupilas; así era como los buscaba, así era como los quería: totalmente opuestos a lo que era mi tipo.

La hora de clase restante del primer bloque fue usada para responder preguntas y dudas sobre los temas recién vistos que, sin duda, estarían presentes en los exámenes de unas semanas. Las horas siguientes ni siquiera las noté; ni siquiera noté la llegada del profesor. La pierna me temblaba de ansiedad. Cuando la campana al fin sonó para indicarme que eran las 9:00 am, y que, por ende, tendría mi libertad de vuelta por veinte minutos, me levanté de un salto de mi puesto y salí a los pasillos para toparme con el mar de gente que corría por comida a la cafetería. Surfeé entre ellos y me abrí paso hasta alcanzar un rincón donde una columna creaba un espacio chiquitico. Por la ventana que me quedaba junto, observé la esquina donde solía pasar el tiempo a diario con Ezra, cuidando de lejos el bienestar de Hervé y Jeannot, pero luego recordé lo herido que me encontraba con él por juzgarme siempre de la manera más apresurada y errónea, sin preguntarme siquiera lo que yo sentía con cada uno de ellos, o de la debilidad que escondía entre ellos. Éramos amigos, hermanos. Él y sus hermanos eran todo lo que muchos nunca llegaban a ser. La cuestión era que en el camino yo había cometido un error garrafal, y «eso» era lo que escondía, era ese «eso» lo que hacía que las palabras de Ezra fueran tan dolorosas. Cerré los ojos y entonces recordé mi propósito y el beso que me esperaba en el salón del fondo. Giré mi rostro y desde mi rincón busqué los ojos de esmeralda que me servían de guía.

Las dos horas de clase que tuvimos tras la formación, fueron, para mí la personificación del infierno. El corazón no me dejaba escuchar palabras, mis nervios no me permitían ver, y mis pensamientos no hacían más que atormentarme. A las diez en punto sentí como dejaba de respirar; no sabía que prefería: si salir y encontrar que la mirada no era para mí, o salir y encontrarlo con los mismos ojos habladores de hacía unas horas.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora