Entré a la cocina soportando el escozor de mis ojos, negándome a soltar una sola lágrima; no quería llorar, y menos por culpa de una aparecida que logró provocarme un ataque de ansiedad.
La actitud de la chica llamada Alma prendió en mí una alarma, un aviso de daño, de catástrofe, y de un inminente despido. De repente estuve pensando en mis hermanos, en Gauthier, en el dinero que dejaría de recibir para nosotros, en la posible hambre que aguantaríamos, en los recibos sin pagar, en la paliza que me dolería por días, y en todo lo demás que no era mucho mejor. Elie me tranquilizó con sus palabras, por lo menos me aseguró que no estaba despedido, no obstante, el miedo seguía punzando mis arterias, rasgando mi carne.
Elie tal vez no lo notaba, pero cada vez que sus manos me tocaban para abandonar en mí una caricia, me destrozaba y me llenaba de maneras que ni yo mismo lograba entender; ella tenía tanto amor para dar, que cada vez que me tocaba, me recordaba, inevitablemente, los días en que tuve una familia feliz. Sus caricias desbordaban cariño, comprensión, apoyo, y tantas otras cosas por las que mi ser pedía a gritos en medio de lamentos; a veces deseaba que no quitara su mano nunca, pero otras, rogaba que ni siquiera me determinara.
Y en ese momento, en el que me sentía tan lleno de miedo, no sabía qué quería más: que entrara ella y me abrazara y me dijera que todo estaría bien, o que me dejara a solas hasta que pudiera tragarme todo lo que sentía, guardarlo bajo llave y volver a fortalecerme hasta sentir que podía continuar. No sabía, porque, sinceramente, en ambas me veía sufriendo, en una lloraba externamente, en la otra internamente; era difícil, yo siempre había tenido que tragarme todo, guardarlo para mí.
Para bien o para mal, conseguí el trabajo en La Cream.
No llevaba más que 4 días en él, y ya sentía que había recuperado media vida; el poder pasearme con libertad, o ser capaz de hablar sin temor a recibir golpes o reprimendas, representaba un gran privilegio para mí, uno que no muchos sabrían entender. Sin embargo, no podía dejar de pensar en mis hermanos, solos en casa, con la incertidumbre viva de si Gauthier aparecería de repente, ebrio o enojado, y los convertiría, esta vez, en los receptores de su dolor; no paraba de sentirme culpable, rogaba por un milagro que me permitiera dividirme en dos para poder estar con ellos todo el tiempo, ya que un milagro de ese tipo era más probable a pedir que Gauthier dejara la bebida y se comportara como el padrastro que todos esperaban que fuera.
No quería llorar; me negaba a hacerlo, pero me sentía amenazado, ahogado, arrinconado, en un callejón sin salida.
El lunes, al entrar en la cafetería tras ser animado por mis hermanos, Elie me recibió con una de sus sonrisas alentadoras que inmediatamente me hizo relajar. Tras anunciar que venía por el trabajo, Elie, tan amable y encantadora como ya me había demostrado ser, me pidió sentarme en una de las sillas detrás del mostrador a modo muy informal para iniciar una entrevista rápida, asegurando que no era necesario ningún documento que acreditara mi experiencia o tuviera mis recomendaciones; solo necesitaba el permiso de mi tutor. Fue entonces que el primer espasmo me recorrió y ella, por supuesto, se percató, aunque lo dejó pasar.
Inició con preguntas básicas: mi nombre, mi edad, cuánto tiempo podía dedicarle al trabajo, etc. Luego llegó el turno de lo familiar, y fue allí donde otro espasmo recorrió mi cuerpo, uno que ella ya no pudo ignorar. No tengo muy claro si fueron sus caricias en mi cabeza y el sentimiento que me dejaban sus palabras o su comprensión, pero para cuando terminó la entrevista, Elie ya sabía quién era Gauthier, quienes eran mis hermanos, y cuál era la pesadilla en la que me veía obligado a vivir hasta cumplir los 18 años el próximo año.
Jamás pensé que terminaría contándole a una desconocida parte de lo que me esforzaba en esconder de los demás, pero la vida siempre se torna misteriosa, y Dios perfecto, y, aunque las cosas duelan, todo pasa por algo. Y eso me lo repetía todos los días, porque sabía que ese dolor era para algo, que yo había de vivir todo aquello para ser más fuerte y mejor, para aprender algo que aún no comprendía; Elie, quizá, siguiendo esos designios divinos, tenía para mí, algún regalo o alguna ayuda que yo aún desconocía; no por nada llegaba a mi vida.
Elie tenía el inmenso poder de confortar a quien fuera que ella deseara.
Y era eso, precisamente eso, lo que yo más recibía de ella: amor, apoyo, comprensión y otro montón de cosas buenas que fueron aliviando mi corazón con gran potencia a medida que pasaba los días con ella.
Ese día me dio un abrazo, peinó mi cabello con sus dedos y respetó mi decisión de no involucrar a la policía para no perder a mis hermanos; aunque, eso sí, me hizo prometer, la molestaría por cualquier nimiedad que necesitara; sin importar la hora o el día, prometí llamarla y "quejarme" —como ella misma había dicho— de cualquier cosa que quisiera, incluso si era dinero. Lo prometí, y de cierta manera, creí que estaba bien, que quizás ese era el regalo de Dios para conmigo, condolido por mi sufrimiento y el de mis hermanos; quejarme de vez en cuando con alguien que no fuera Aymé sería bueno, y más con Elie, que desprendía ese calor de hogar que casi había olvidado. Para rematar su bondad, cuando supo que mis hermanos estaban afuera, los hizo seguir y a cada uno le dio lo que quiso; se negó a aceptar un «NO» como respuesta. Ella no lo sabía, pero yo consideraba que ya estaba en deuda con ella de por vida; su apoyo, y el que me hubiera dado un empleo, una ayuda, era más de lo que había soñado con que me sucediera por esos días.
Ese amor desinteresado de Elie para con nosotros, de alguna manera, se convirtió también en una carga que yo sentía, debía sostener, no defraudar; eso sumado a mis miedos por mis hermanos y Gauthier, más la audacia de aquella chica, me hicieron sentir que estaba traicionando la confianza de Elie, a estar defraudando, con creces, sus votos de confianza en mí, y todo quería, menos eso. Me llené de miedo, de rabia, de tristeza; todo estaba saliendo tan bien..., y a mi nada me salía bien.
Me senté en una butaca algo vieja junto a la isla de la cocina mordiendo mi labio inferior y apretando los puños tanto como podía, deseando crear una fuerza invisible para no llorar de frustración; no ahí, no allí en mi trabajo. Al fondo, el horno despedía un olor dulce que inundaba todo el lugar, mientras la batidora se movía frenética entre la mezcla de lo que, seguramente, eran cupcakes. Apoyé mis codos en la isla y, liberando mis puños de la presión de su cierre, acuné mi cabeza con ellas, intentando así, recuperar la calma que había perdido. Mi pierna comenzó a temblar, a bailar de arriba a abajo sin cesar, mi labio amenazaba con comenzar a sangrar presa de mis dientes, mi ceño no podía juntarse más; hacía de todo, pero no podía calmarme, no hasta que Elie entrara por esa puerta y me confirmara que lo dicho afuera era cierto, y que de verdad no estaba enojada. Cuando ella entró al fin en la cocina, me encontró hecho un desastre.
—Ezra, querido —se acercó a mí y acarició mi espalda—, tranquilízate.
—Lo siento, Elie, de verdad, lo siento.
—No tienes por qué disculparte, no ha pasado nada —acarició mis hombros con sus manos—, solo que una buena niña te ha invitado un café, no tienes que tener miedo, no todos quieren dañarte, mucho menos nosotras.
A pesar de sus palabras, mi cerebro seguía a la defensiva; estaba tan acostumbrado a que fueran solo cosas malas las que me rodeaban, que creer que alguien quería ser mi amigo e invitarme un café, me resultaba imposible; mi cerebro, más bien, lo teñía todo en duda, y esa duda daba paso a las suposiciones y falsas certezas: ¡ALERTA! Te quieren hacer daño.
—No la conozco, Elie, intenté todo para que se fuera y no me hablara más en el trabajo, te lo juro, todo quiero, menos faltarte al respeto a ti y a la oportunidad inmensa que me has dado al permitirme trabajar en este maravilloso lugar sin ningún tipo de garantía.
—No jures, eso es pecado —me regañó.
—Perdón —me disculpé—. Lo prometo.
—Querido, sé que va a ser difícil, pero debes entender que no todos quieren hacerte daño —ahora peinaba mi desordenada cabellera con todo el cariño que ella era capaz de dar. Después de un poco de silencio, retomó sus palabras—. Llevo años de conocer a mi niña Alma, y te aseguro que ella jamás te lastimará. Es más, ¿te cuento algo? Se ha ido bastante triste, me ha pedido que te diga que lo siente mucho, y ha dejado dicho que vendrá mañana a disculparse apropiadamente.
Yo empecé a llorar al fin, más de alivio que por otra cosa; Elie me rodeó con sus brazos y me arrulló por un momento, hasta que estuve más tranquilo.
—Gracias —atiné a decir.
—No tienes que agradecer —sonrió como solo ella sabía hacerlo—. Ahora ve, se va a enfriar tu café.
Sonreí y me levanté. Comencé a caminar hacia la salida, pero antes de lograr abandonar el lugar, me dijo algo más:
—Alma es una buena niña, Ezra, te haría mucho bien. Déjala entrar, te hará bien.
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Bitácora de Alma: Komorebi
RomanceA simple vista, la vida de Alma Noa Villa, una colombiana radicada en Colmar, pareciera ser perfecta y despreocupada. Inteligente, conocida por todos, pero amiga de nadie, goza su soledad, y la disfruta siempre bajo su árbol. No obstante, nadie sab...