9. Méderic Abadie

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Te miro, de lejos te miro,

antes de salir, de perderme por ahí,

intentando calmar lo que mi pecho se empeña en recordar.

Te veo sonreír, a mí, ¡a mí!

Al traidor que se enamoró de ti.

Duele. Sufro.

Me duele.

Y me abrazas;

me respiras cerca, muy cerca;

te huelo, te siento.

Mi pecho se llena, se complace.

Soy feliz,

por un momento, al menos.

Me sumerjo en los deseos,

en los mundos paralelos.

Te abrazo.

Duele otra vez.

Y mis labios tocan tu mejilla, la rozan,

y mi piel vibra.

Vuelve a doler.

No te quiero soltar,

pero debo hacerlo...

yo solo deseo tu bienestar.

Mér Abadie

De repente, ciertos dones de escritor parecieron poseerme.

Después de verme obnubilado por la claridad de mis sentimientos y mis pecados, cada cosa sin identificar en mi cabeza fue clara; de pronto todo encajó y la resonancia producida por el choque de sus impactos, pareció quemar mi pecho de manera tan violenta que incluso entre sueños el dolor me escocía.

Los dos primeros días fui incapaz de pegar el ojo, estaba atormentado, podrido, y por más exhausto que me sintiera, el dolor de la culpa punzaba en forma de insomnio, dejando a los ojos incapaces de mantenerse unidos. Podía estar desnudo, rodeado de nada, de pie en medio del aire de mi habitación, y me sentía ahogado, sucio, y casi podía sentir los miles de brazos que tiraban de mis pies y manos hacia las profundidades de magma que la religión vendía como el infierno. Esa noche, sintiendo que algo o alguien me obstruía fosas y boca, me senté en mi cama peleando con la invisibilidad de mi enemigo; agarré mi pecho y rasqué justo en el centro tan ferozmente que rasguñé mi piel aún por encima de mi camisa; el aire se me acababa; me abracé a mí mismo buscando paz, aguantando el sollozo que producía mi impotencia, y sin darme cuenta siquiera, tomé mi almohada, mordí su relleno, y por voluntad propia, me asfixié de un apretón con ella, buscando silenciar el grito que fue capaz de regalarme unos segundos de aire y paz.

Cuando amaneció tenía un aspecto tan lamentable como imaginaba. En la mesa, en medio del desayuno, viendo como todos aguantaban las ganas de preguntar algo por mi estado, los dedos comenzaron a bailar contra la madera. Fui incapaz de reconocer su naturaleza inmediatamente, de entender lo que querían hacer; para mí vergüenza, debo aceptar, pasaron varios días, casi una semana. El hormigueo aumentaba conforme lo hacía mi culpa, invadiendo mis dedos insistentemente, haciéndolos bailar, tamborilear sobre cualquier superficie, sobre cualquier vacío presente, sobre la nada del aire, como si de repente hubieran obtenido un alma propia y pudieran incluso danzar y cantar. No importaba lo que hiciera, mis dedos seguían enredándose con el todo y con la nada sin un ritmo en especial, desesperados por hacerme entender lo que realmente querían hacer. Hasta que un día en medio de la noche, ahogado por la culpa, volví a ser incapaz de conciliar cualquier remedo de sueño. Aún había gente despierta afuera, por lo que no podía gritar. Volví a abrazarme, a querer abrir mi pecho buscando sacar la terrible sensación que envenenaba mi cuerpo. Busqué el aire, me levanté de la cama respirando tan difícilmente como si alguien me ahorcara, y caí de rodillas, arqueando mi espalda, abriendo mi boca, tomando bocanadas tan grandes como si acabara de salir del océano, derramando miles de lágrimas en el suelo, conteniendo las ganas de golpearlo, cuando, con mis palmas pegadas al suelo, mis dedos volvieron a bailar. Me arrastré hasta mi escritorio abandonando en el suelo saliva y pesares, me agarré del borde y comencé a trepar forzando cada manija, cada chapa, y resbalé. Mi cara se golpeó con el suelo de madera, y provocó un ruido sordo que rogué nadie hubiera escuchado. Volví a tomar el borde, a trepar para mantenerme en pie, y cuando al fin estuve cerca de un equilibrio, golpeé mi pecho con mi puño y fui capaz de robarme un poco de aire. Sin saber muy bien qué buscaba allí, arrastré con mi caída un par de esferos y un cuaderno que no sabía ni de qué era, entonces, siguiendo el tamborileo de mis dedos, tomé uno del par y armonizado por solo la luz de la ventana, los dejé ser. Una línea, una larga y algo torcida; luego otra, que resultó siendo mucho más descuidada; después un rayón, uno parecido a un resorte o, a muchas oes unidas; y entonces, la primera letra, el primer indicio. Así empezó, así lo supe.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora