25. Final del día

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Eran las dos con cinco de la tarde, el timbre del Victor Hugo prácticamente acababa de sonar. Ezra salió de su salón mirando a todas partes, buscando con la mirada a su amigo, a su hermano de nombre, entre la multitud que se empujaba por los corredores, mientras caminaba a la salida para esperar a Jeannot y Hervé. Llegó a la salida sin recibir un indicio de su paradero; no lo veía desde el receso mientras era llevado por Clement bajo su brazo, su auto declarado enemigo eterno, sabía que algo no estaba bien, necesitaba verlo y confirmar que estaba bien. Esperaba paciente, cuando Méderic apareció por allí. Antes de que siguiera de largo, lo detuvo, y aprovechó para preguntar por Aymé.

—¡Eh! Méderic —saludó Ezra de lejos.

A pesar de que Méderic y Aymé no eran amigos como sí lo eran Aymé y Ezra, decidió hablarle, ya que era la única persona que, sabía, podría darle un atisbo de respuesta. Ezra no hablaba con nadie más que con Aymé, y las pocas veces que hablaba con otros era porque no le quedaba otro camino más que ese. A raíz de eso, y de su mirada esquiva y distante, muchos allí pensaban cosas que no lo representaban en lo más mínimo. Méderic era de ellos; le parecía agotador tratar con una persona tan reservada y desconfiada; siempre le decía a Aymé que era demasiado buen amigo por aguantarse la mala cara de Ezra todo el día y parecer feliz por ello; Aymé siempre arrugaba el entrecejo, ofendido y molesto, y le respondía con la caballerosidad que le caracterizaba, que él sencillamente no sabía de lo que hablaba; nunca entendería a lo que se refería, nadie sabía la verdad sobre Ezra.

—¿Qué tal, Babineaux? —respondió de mala gana.

—¿Sabes algo de Aymé? —fue directo.

—No mucho, en realidad —respondió—. Solo que se peleó con Clement, según nos dijo el profesor. Imagino que lo suspendieron y está en casa ahora.

—¿Se peleó con Clement? ¿Aymé? ¿De verdad? —Ezra no lograba creerlo.

—Hombre, eso fue lo que dijeron en el salón, no se más —esquivó cortante, quería irse—. En fin, nos vemos.

—Claro, nos vemos.

Al fondo, por uno de los tantos arcos que llevaban al patio, Hervé apareció corriendo de la mano con Jeannot haciéndole señas con la mano; estaban cinco minutos tarde, ese día, teniendo en cuenta lo que había pasado el día anterior, debían llegar lo más temprano posible, incluso, antes del toque de queda. Méderic se escapó dando pasos largos por la Rue de Écoles, y ya entonces fue incapaz de saber nada más.

Llegaron a casa casi trotando, pensando en que encontrarían en el sofá a Gauthier dando gritos porque aún nadie le servía algo decente de almuerzo. Abrieron la puerta con recelo ante el extraño silencio; Ezra de primeras escudando a sus hermanos con su propio cuerpo en caso de un ataque sorpresivo. Giró su cabeza al sofá, luego a la cocina y a la mesa, y de últimas vio al frente, hacia el pasillo por el que se ramificaban las habitaciones. Silencio. Abrió cada puerta intentando no hacer ruido, y no fue sino hasta comprobar que Gauthier no estaba, que respiraron de verdad. Perdieron el hambre de pronto, y el balón oculto en la habitación de Jeannot y Hervé pareció brillar incluso tras las paredes que le escondían. Los tres aprovecharon y salieron a jugar al patio, a darle un poco de niñez y calor de hogar al menor de la casa, a la luz que les mantenía en pie.

Alma montó su bicicleta de vuelta a casa aún atontada por el reciente encuentro. En casa, ya más despejada, gritó contra la almohada, furiosa con ella misma. La presencia de su nuevo amigo la afectaba tanto, que su mente se desconectaba y dejaba de pensar de manera racional; tenía que usar todos los recursos de su cuerpo para lograr formar un mínimo de concentración y así evadir el calor que le transmitían sus ojos a la distancia, y rechazar lo que su voz le hacía a sus sentidos y principios. Gritó más fuerte al recordar nuevamente lo estúpida que había sido todo el día, lo distraída y tonta que había estado. Isaac-Gabriel le dijo que por cada encuentro respondería una pregunta. Cuando su malteada se acabó, de inmediato se despidió y se fue. En ningún momento acordó con él un nuevo encuentro, un nuevo café, una nueva malteada. Estaba furiosa. ¿Cuándo podría preguntarle por qué sabía español o por qué estaba en aquel callejón? ¿Cómo lo volvería a ver? ¿Cómo iba a resolver el otro millón de dudas que tenía?

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora