19. La cream -1

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El sudor le escurría desde lo alto de la espalda hasta alguna otra parte de ella, donde se quedaba perdido, finalmente, en alguno de los tantos trozos de ropa que insistían con quedarse pegados a su cuerpo. Eran las dos con diez minutos, la salida del Molière estaba repleta, atestada de cuerpos igual de sofocados al de Alma, de voces desganadas, de gritos, saludos y risas ahogadas. Frente a ellos, la Avenue de Paris normalmente poco concurrida, ahora no era capaz de contener a un solo carro, moto o bicicleta más; el sol tampoco ayudaba, se alzaba poderoso y casi mortal tras alguna que otra nube que le tapaba por pocos segundos, y alcanzaba a todos, incluso a los que se resguardaban bajo los árboles más cercanos a la entrada del colegio, o a los otros tantos que se empujaban por las rejas que parecían querer ceder ante la fuerza de la multitud, para salir rápido hacia cualquier otro lado que no fuera aquel lugar.

Apenas era miércoles.

Agotada, Alma suspiró. Muchos otros se consolaron al encontrarse en la mitad de la semana, pero, muchos otros, como Alma, no paraban de sentir pesar y desanimo. Alma era una de las que se resguardaba bajo alguna de las pocas sombras que se lograban formar allí, en la entrada, tenía su bicicleta entre sus manos, y luchaba con el sueño que insistía con derrotarla. Agotada, suspiró, exasperada un poco con ella misma, por no haber logrado acordar con Elora la hora de su encuentro o el lugar, y cómo no lo había hecho no le quedaba más que quedarse allí, en la entrada, con los sentidos tan despiertos como el sol se lo permitía, escudriñando cada rincón, esperando a ver si por casualidad Elora se asomaba por alguno y al fin podían reunirse. Pero era difícil, muy difícil, el sol se le tatuaba en algunos trozos de piel a pesar de estar bajo sombra, con un doloroso hormigueo; su cuerpo estaba alcanzando los límites de sueño y agotamiento.

Para no dormirse, Alma se puso a hacer, mentalmente, algo que se le daba muy bien: cálculos. El cálculo que se propuso hacer fue sobre el sol, o más exactamente sobre los rayos de sol y cuánto tardaban estos en llegar a la tierra, recordando un artículo de la universidad de Utrecht que había leído en los últimos días, donde decían que entre la tierra y el sol había, exactamente, según esa misma universidad holandesa, 150 millones de kilómetros, lo que significaba que a la luz del sol le tomaba 499 segundos llegar a la tierra, que era lo mismo que 8 minutos y 19 segundos. Pero como recordaba cada dato de aquel artículo, cada coma y punto debido a su memoria fotográfica, le fue imposible hacerlo, por lo que simplemente repasó, mentalmente, todo lo leído, y empezó a ver cómo los números y las fórmulas comenzaban a flotar frente a ella; donde otros veían luz, ella veía fórmulas y datos que se traducían en respuestas, en leyes, en soluciones a los misterios del universo, y así era con todo, ella entendía el mundo de una manera especial, para ella las leyes de la naturaleza no eran algo difícil, podían ser tan fáciles como parpadear.

En medio de sus ensoñaciones y recuerdos científicos, uno más mundano se atravesó en su mente. Una mirada, una muy descarada, una muy profunda y disiente, podría estar por la calle, andando, lejos o cerca de ella, buscándola o, quizá, evitándola. Sintió que una extraña sensación la invadía, haciéndola enderezarse. Se sintió un poco más despierta ahora, y se dejó llevar por la idea que en ella acababa de nacer, perdiéndose en el frente, viendo el futuro que quería que sucediera para ella.

Parpadeó, repentinamente abrumada al recordar la sensación que se había tatuado en su piel y en su carne, obcecada por completo, perdiéndose en ese espacio tiempo que hacía unos segundos se había propuesto calcular. Giró el cuello hasta tocar su hombro sintiendo el hormigueo que la sapiencia de esos dos ámbares le transmitían desde que la había dilucidado en medio del borrón de gente en la pequeña Venecia. Intentó rascarse, frotarse, incluso pellizcarse, pero la sensación se negaba a desaparecer. Supo entonces que no importaba que, debía encontrar a aquel hombre, debía verlo, preguntarle de dónde la conocía, o por qué la veía de esa manera, y sólo entonces, tal vez, aquel hormigueo de certeza desaparecería de la superficie de su piel.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora