16. Valentía y golpes -2

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Un velo de oscuridad se posó sobre los dos adolescentes que se comunicaban entre golpes, de la única manera en que solo algunos se pueden entender, viéndose no más que a ellos enredados en una pelea de liberación y honor. Lo siguiente que cada uno pudo recordar fue el grito proveniente de la puerta ahora abierta.

La profesora de matemáticas, una sesentona solterona, religiosa hasta las uñas que seguramente se flagelaba en solitario en su habitación, hacía su ronda por el colegio comprobando que nadie faltara a clase, cuando los ruidos de golpes llegaron a sus oídos. Su grito agudo perforó los tímpanos de los enfrentados, pero no por ello los detuvo. Clement sostenía a Aymé contra la pared y le descargaba un puñetazo en la nariz ya rota. Aymé, con la fuerza que su adrenalina le permitía reunir, intentaba hacer una llave con sus brazos para poder librarse del agarre. Lo logró justo después de recibir el puñetazo en su rostro y llenar su boca del sabor metálico característico de su líquido de vida. Clement tropezó y cayó de espaldas, dándole la oportunidad a Aymé de atacar, saltando sobre él, con los puños llenos de sangre seca, arremetiendo con todos los golpes que podía sobre su rostro, pecho o cualquier parte que fuera que pudiera alcanzar a la par que se protegía de los mismos que él mismo le lanzaba. La profesora, en medio de persignaciones, gritaba por ayuda e intentaba detenerlos desde su lejanía segura; aterrada.

Dos profesores aparecieron en la esquina, doblándola con zancadas torpes que suponían una carrera. Al llegar, encontraron a los dos estudiantes lanzando patadas, quejidos y golpes. Aymé, el más pequeño, se encontraba ahora contra el suelo bajo el agarre del más grande mientras intentaba quitar de en medio las piernas que querían alejarle. Con afán y gran dificultad, los separaron, aunque, difícilmente lo lograron; los chicos desbordaban energía, tenían la energía de un huracán, por lo que necesitaron pedir más ayuda, de otros dos profesores que llegaron en respuesta a los gritos. Sólo así lograron separarlos.

—Te vas a arrepentir, basura —gritó Clement a Aymé lanzando patadas al aire mientras era alejado por los profesores—. Me gustan los retos, imbécil, te tendré de rodillas y me vas a rogar.

—No te tengo miedo, imbécil, acá te espero, mierda —respondió Aymé ya más calmado en los brazos de uno de los profesores.

Clement estaba por ganarle en fuerza a sus profesores, cuando llegó otro más grande y ayudó a retenerlo.

—¡Ya! ¡Suéltenme! —Gritó Clement exasperado— ¡No voy a hacer nada, suéltenme!

Nadie le creía. Clement se encontraba tan alterado, tan dolido y extrañamente humillado, que se le notaba la mentira en el rostro. Lo arrastraron fuera del depósito y esperaron hasta que de verdad sintieron se estaba calmando de verdad.

Afuera todos habían comenzado a salir de sus salones y eran empujados, nuevamente por sus maestros, que, igualmente curiosos por lo que había sucedido, demoraban un poco el retorno al aula.

Todo era un revuelo, aun cuando las peleas en un colegio masculino eran pan de cada día.

Clement tenía un ojo inflamado y morado, el labio reventado y la nariz rota; no lo admitía, pero también le dolía el cuerpo, Aymé había logrado asestar grandes patadas. Aymé, por su parte, tenía la boca tan reventada que parecía que le habían lijado el interior con un rallador de cocina, una ceja ligeramente rota, un ojo morado e inflamado, la nariz reventada y un intenso dolor en piernas y abdomen. Aymé tenía aspecto de haberse escapado del secuestro de un psicópata. Clement tenía el aspecto del psicópata.

Aymé, a quién ya había soltado el profesor, lo miró desde la puerta y le dijo «imbécil» con los labios solamente. Clement escupió sangre en el suelo antes de ser llevado por sus profesores por el pasillo camino a la rectoría; sintiéndose herido y humillado, pero no derrotado, y le dedicó, antes de desaparecer por completo de su campo visual, la peor de sus miradas amenazadoras a su recipiente.

Una sorpresa. Eso fue Aymé para Clement. Lo hacía sentir enojado hasta la médula, pero, también, inevitablemente curioso y emocionado.

El recipiente perfecto.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora