15. Problemas al horno -1

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El día de pronto pareció ser perfecto.

Los días en el Victor Hugo pasaban sin despertar mayor novedad o interés en mí; al ser un colegio masculino, abandonarme en los labios de alguien más era imposible, por lo que no me quedaba más que tontear y jugar futbol añorando la salida a las dos en punto, cuando era verano, y a las tres el resto del año, donde, muchas veces, algunas féminas de colegios vecinos me esperaban con la falda corta casi a la altura del inicio del muslo, el botón superior de la camisa desapuntado, una sonrisa hambrienta y sin rastro de su dignidad, completamente conscientes de qué pasaría, o, en su defecto, Solenne Morlet, una morena que desprendía el mismo hambre que yo; la más cercana a «pareja» que había conocido. En general, los días en el Victor Hugo, si se tuvieran que describir con colores, eran no más que un montón de matices grises que rara vez tomaban uno que otro color. Sin embargo, ese día, de pronto, como si hubiera salido de la película en blanco y negro en la que me encontraba, se había tornado vívido y brillante. Y no tenía ni idea bien de qué sería lo que haría, pero estaba emocionado hasta la médula.

Corrí con el balón bajo el brazo sin parar hasta llegar a la cancha del colegio, misma que teníamos que compartir con 3 deportes diferentes: basquetbol, fútbol, y voleibol. Al llegar allí, me di cuenta de que seguía sin saber qué debería hacer con la información que acababa de obtener, pero, por alguna extraña razón, sabía que debía aprovecharla.

Mis amigos me observaban y abucheaban, desesperados por la demora del balón, y porque vieron que me quedé allí, de piedra, perdido en mis pensamientos y mis mil planes, sin soltar el balón bajo mi brazo. Ansiosos, uno de ellos me rapó el balón y me dio un empujón para que despertara de mi ensoñación, y así pudiera empezar a jugar.

No pude evitar recordar mi pasado, en París, en mi antigua escuela que, a pesar de ser gigante, permitía que los rumores y noticias viajaran más rápido que en el Victor Hugo. Allí, un día, en una de las 4 canchas de fútbol de mi escuela, vi al que sería mi primera víctima. Ese día en especial, estaba enojado con la vida. No lograba entender por qué en medio de lujos me sentía tan pobre. No podía y, en el fondo de mi ser, no quería entender, por qué me dolía tanto la soledad que embriagaba mi aire siempre que llegaba a casa; no podía y no quería darme cuenta que todo lo que hacía, las personas que me rodeaban, y las cosas que obtenía, no hacían más que empeorar todo aquello por lo que sufría. Ese día, respirando el veneno que para mí suponía el día en ese entonces, vi a mi víctima a lo lejos. Estaba tan enojado, tan frustrado, que ni el partido de fútbol que estaba ganando me estaba tranquilizando. Pero entonces, aquel chico con perfil de presa, pareció gritarme que él recibiría mi dolor.

Salí de la cancha no sin antes pedir un cambio, y luego, con la vista nublada por el envenenamiento, me dejé llevar hasta el extremo donde el recipiente de mi frustración me esperaba. Lo primero que hice fue preguntarle su nombre. Luego todo empezó. Como si necesitara dañar a alguien más en el camino para que entendiera mi dolor y me hiciera compañía en ese mundo de pesar, me abandoné al descaro y el mal lenguaje, a los golpes y las amenazas, e intenté, inútilmente, pudrir el alma de mi recipiente para que pareciera una copia exacta de la mía.

Sin embargo, eso nunca sucedió.

El chico tenía el perfil de presa, pero no el alma de una, y, en vez de sentarse a llorar por lo vivido, aprendió de lo sufrido y creció fuerte como un roble milenario. Ejecuté todo tan mal que, al poco tiempo, mis padres se enteraron de lo sucedido, así como el rector y el resto del colegio. Estuve suspendido por casi dos semanas. Fui obligado a pedir disculpas, tanto al que creí mi recipiente, como a su familia. En casa, nada fue mucho mejor. Con gran dolor, aunque no lo pareciera para mí en un principio, mis padres me castigaron un mes entero, sin entrenamiento de fútbol, sin fiestas, mujeres, licor, o falsas amistades que engañaran el tiempo y mantuvieran a mi mente ocupada. Ese fue el único mes de toda mi vida que vi a mis padres todos los días, todo el día. Pero, extrañamente, fue el mejor y el peor de mi vida.

Aquellos días sentí, por primera vez, lo que podía ser una familia. Los únicos y, extrañamente, unos de los mejores y peores de mi vida. Se sintió bien ver a mis padres, aún si no lo quería aceptar, pero el castigo y el dolor que había en la mirada de cada uno de ellos, la decepción con la que me observaban habían sido más que suficientes para toda la vida. Mis padres, a diferencia mía, tenían excelentes valores, no entendían que había salido mal conmigo, qué era lo que lo que me hacía tan malo; para ellos, con su vista cubierta por un velo de engaño y modestia, ellos eran los padres que cualquiera desearía tener en vida; ellos, sumidos en su carrera, olvidaron lo que significaba una familia, y, en el camino, olvidaron que tenían un hijo, olvidaron que yo necesitaba de ellos, que, aunque no lo demostrara, los llamaba a gritos.

El suceso sirvió para que ellos recordaran lo que sus carreras les habían hecho olvidar. Recibí los gritos, las cachetadas, el castigo, las lágrimas de mi madre, la desesperación de mi padre, las palabras de ambos, el dolor de los dos sin furia en su interior, pues, sabía, había obrado de la peor manera, y ahora lo entendía. Pensé que nunca lo volvería a hacer, pero mi realidad, en ese momento de la vida, estaba envenenándome igual que aquella vez. Y entonces, como si alguien hubiera escuchado mis súplicas, aquellas dos bocas enredadas, abandonadas en deseos propios y egoístas, aparecieron ante mis ojos, y supe qué, acababa de conocer a mi nuevo recipiente, a aquel que tenía esos ojos inundados de rabia, como yo.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora