36. Méderic Abadie - Parte 1

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Con el tiempo

uno olvida,

olvida las personas,

y los pasos que ha dado con estas.

El alma corre vieja

evadiendo el tiempo y el final de la travesía.

Escapando del olvido maldito

que se cierne

sobre la memoria.

Y,

disecándose,

como el músculo en un cadáver,

la vida se va,

sin que uno siquiera se entere;

dejando una estela de mentiras

y deseos,

de vivencias

y amores,

que, tras sobrevivir al veneno del olvido

son,

los que marcan la evidencia

tácita de la existencia.

Mér Abadie

Había pasado casi un mes de mi pelea con Elora y Alma; no sé cómo, pero me las había arreglado lo bastante bien para evitarlas, sobre todo a Elora, a quien ni en casa me encontraba. Mis padres estaban desesperados con mi modo de ser, y yo no podía sentirme más demente que ellos, porque terminaría encerrado en un manicomio, medicado. Mis padres pensaban que se trataba de la adolescencia, que era eso lo que me hacía comportarme de esa horrible manera, y no se equivocaban del todo, pero, lo cierto era que eso no era sino la punta del Iceberg.

Para evitar volverme loco, decidí volcarme del todo en mi descubrimiento sobre mi profesión. La escritura.

Comencé a ir a la biblioteca, o a perderme en cafeterías, centros comerciales, librerías, y parques, para empezar a escribir, a sacarme de mil maneras todo lo que me recorría las venas y me envenenaba a diario. De alguna manera, la cura comenzó a surtir efecto, porque al menos era capaz de mantener a Elora y a Alma fuera de mi cabeza algunas horas del día. No obstante, el pequeño analgésico que había encontrado no era poderoso por sí solo; la compañía de los chicos era fundamental. Ezra y sus hermanos aportaban más que todos, mantenían mi cabeza ocupada entre las visitas y los cuidados que nos turnábamos por hacer todos, aun cuando aparecía el adefesio que tenían por padrastro. Ellos me inspiraban de maneras muy poderosas. Mis cuadernos comenzaron a tener párrafos de sus realidades, de sus historias y la mía mezclada, de mis ideas de utopía, o de mi propio veneno. Escribía todo, ¡todo! De alguna manera empecé a ver que las letras casi flotaban a mi alrededor, y yo no podía más que plasmarlas y darles vida; torpemente, las ordenaba y les daba un poco de sentido, y las escribía. Sin embargo, sentía que lo estaba haciendo de manera muy mediocre.

En el colegio, Aymé, Clement, Ezra, Hervé, Jeannot y yo nos volvimos un escuadrón. Si no pasábamos los recreos juntos en el rincón en el que habían estado Aymé, Ezra y sus hermanos siempre, la pasábamos en la cancha, jugando fútbol, mezclados con algunos de los descerebrados amigos de Clement, con alguno de mis otros amigos o entre nosotros simplemente. Yo salía del colegio con Ezra y sus hermanos, los dejaba en su casa, donde almorzaban, y volvía una hora después para echarle un ojo a los hermanos, cuando Ezra ya no estaba por su trabajo, para quedarme con ellos un rato si no estaba su horrible padrastro, y si estaba, esconderme entre los árboles o entre los demás sitios que pudieran esconder toda mi humanidad de la vista de aquel borracho. Hervé y Jeannot se sentían muchísimo más seguros conmigo allí, o con Clement y Aymé, que llegaban en algún momento de la tarde noche también. Casi nunca estaban solos, y eso era un alivio para todos.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora