28. Clement Faucheux

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Me detuve frente a la puerta de Aymé hecho un lio, nervioso, sin saber si debía golpear o llamarle por teléfono y esperar a que fuera a mi encuentro. Estaba emocionado y algo frenético. En el camino a su casa imaginé que quizá todo aquello fuera una trampa, y que en realidad él no quería ser mi amigo, sino exponerme a sus padres. De ahí, que estuviera nervioso, porque no quería enfrentar ese tipo de situación, a pesar de que yo mismo la había creado, ni mucho menos perder a Aymé, que, sin pensarlo, sí se había convertido en mi recipiente, y también en mi guía, en mi doctor, y en mi amigo, o lo más parecido que tenía a uno.

Saqué el celular para marcarle a Aymé, pero entonces de una de las ventanas a mi derecha, de lo que recordé era la sala, vi a alguien asomarse y soltar una exclamación de emoción. Me sobresalté por el grito emocionado y me giré en dirección a la fuente. Encontré a la mamá de Aymé, moviéndome la mano de un lado a otro, con toda la euforia saliéndole por la punta de los dedos.

—¡Ya te abro, querido! —gritó antes de desaparecer.

La puerta se abrió dos segundos después. Mi nerviosismo aumentó, porque no supe cómo debía saludar ni qué debía decir. Me quedé congelado con el celular en la mano, a la espera de que ella fuera la que rompiera mi incomodidad. No demoré mucho más en sentirme desconcertado, porque en cuanto terminó de abrir, la madre de Aymé se lanzó a darme un abrazo de bienvenida inmenso, aun cuando su estatura y sus brazos cortos no alcanzaban a cerrarme. El abrazo no duró más de un segundo, antes de que me hiciera seguir, pero no hizo falta más tiempo; el cariño de ese abrazo era tan inmenso, que hizo desaparecer mi nerviosismo; me sentí bienvenido.

—Mucho gusto, soy Clement, amigo de Aymé —me presenté formalmente—. Antes no tuve la oportunidad de presentarme debido a las circunstancias, pero lo hago ahora.

La mamá de Aymé me agarró el rostro entre sus manos y me hizo bajar a su encuentro. Me plantó dos besos en las mejillas antes de soltarme.

—Bienvenido, Clement, es un gusto conocerte al fin. Yo soy la mamá de Aymé, Renée, pero tú puedes llamarme como tu gustes —me sonrió—. Sigue, por favor. ¿Ya almorzaste? Nosotros no, ¿quieres almorzar con nosotros?

—Uy, no quiero ser molestia, no era mi intención.

—Ese señorito todavía es muy raro para mí —dijo Aymé desde alguna parte.

—Baja, Aymé, a recibir a Clement.

—No hace falta, señora, yo subo.

—No... si ya vamos a servir el almuerzo. ¡Baja ya, Aymé! —ordenó.

Aun cuando era una orden, nada sonaba fuerte, obligado o grosero; todo lo que salía de su boca estaba empapado de cariño. A mí nunca me habían hablado así, y no fue sino hasta que la escuché que me percaté de eso.

—Sí, mamá.

Renée me empujó por el recibidor con delicadeza y dulzura en cada acción, hasta alcanzar el comedor antes de que llegara Aymé, y me sentó en una de las sillas de la mesa redonda que estaba en mitad del salón, rodeada de paredes amarillas y alegres, que, a su vez, estaban repletas de cuadros en diferentes técnicas.

—Tu espérame aquí, ya traigo yo todo en un rato con mi esposo —dijo.

—No, señora, permítame ayudarle entonces.

—¿De qué hablas? Tú eres el invitado de honor, tú no vas a mover ni el polvo —rio—. Espera, voy a llamar a mi esposo para que te salude, quédate aquí.

Se perdió por el arco sin puerta de al lado, donde estaba la cocina, dejándome solo.

Me detuve a observar más lo que podía de la casa, todo lo que no pude ver la primera vez. La casa era vieja, pero destilaba cariño, no era como esas casas que asustaban, no. Es más, no tenía rincón oscuro, a pesar de no tener ventanas en todas sus paredes. Las paredes de todas las habitaciones eran vibrantes, luminosas, adornadas con mil cosas, pero no por eso parecía saturadas. Era muy parecido a entrar a una tienda de antigüedades; todo allí era viejo, hasta la mesa, pero estaban en perfecto estado, cuidados con esmero; nada parecía faltar, ni mucho menos, sobrar.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora