Parte 1: El encuentro 1. Komorebi

27 8 2
                                    

Llevo un diario desde que el psiquiatra así lo recomendó. Me guste o no, se volvió un hábito, y leerme a través de los años me despierta una sensación de perversión, por un lado —porque siento que estoy acosando a alguien muy parecido a mí, que, en ocasiones logra sorprenderme y despertar en mí admiración, pero que en otras no hace más que generarme un revoltijo de vergüenza y desdén a ese pasado que todos tienen, pero no todos aceptan—, y, por otro lado, de aprendizaje, porque logro identificar el crecimiento que mi alma ha tenido con cada suspiro. No puedo decir que me guste, pero de que es interesante, lo es. Al fin y al cabo, fue la mejor medicina que encontré, fue el mejor somnífero que la medicina me pudo brindar: una hoja y un papel.


El día en que todo comenzó, lejos de pensar que algo extraño sucedería, pensé, más bien, que ese día sí moriría de deshidratación. Era un sofocante, asfixiante y terriblemente caluroso día de verano. Tan severo que hasta alucinaciones creí empezar a tener.

Ese día, como cualquier otro, me hallaba despatarrada bajo mi árbol olvidando que era una chica, ahogándome con el calor del día, pensando en mi diario, en lo aburrido que se había tornado desde hacía algún tiempo, pero en lo tranquilizador que era leer y escribir aquella monotonía; esa falta de color y emoción, de alguna manera, me mantenía cuerda.

Mi destino se había dilatado, como el peso del sol puede deformar el espacio, ¡tantísimo así!, y aun cuando sentía que mi cerebro se hacía cada vez más nesciente, y me convertía en una ignara más del vasto universo, no podía encontrarme más tranquila y en paz bajo aquel Haya que me permitía sentirlo, a él, a lo perdido, a la esencia de su recuerdo, aun cuando se encontraba en la lejanía de la ciudad de plata y posiblemente ni se girara a verme en aquel cráter de cotidianidad en el que yo me hallaba; capaz toda su compañía era mera imaginación mía, pero no me importaba; así lo sentía, así me acompañaba.

Sin embargo, algo faltaba, algo que aún desconocía, algo que yo sabía que existía en alguna parte, y que sería la medicina definitiva para ese mal del que aún tenía muchas cicatrices, que, sin falta, cada octubre se reabrían.

Mi estómago gruñó en protesta del vacío que le poseía, el ácido me comenzaba a afectar, subiendo por mi esófago como veneno, reptando con picas y hachas que quedaban clavadas en mi carne, hasta alcanzar mi boca, produciéndome ese sabor amargo que tan bien conocía y un dolor punzante que me recordaba, sin clemencia, la falta de alimento. No me importaba mucho tampoco, pero la incomodidad era algo siempre presente; no quería ni imaginarme en un futuro... pobre de mí estómago, se tendría que mantener con puro vinagre de manzana para calmar el incendio que se había esparcido durante años y que ya era imposible de apagar.

Mientras saboreaba el hambre, me perdí en las ramas frente a mis ojos, en su balanceo, en su vasta libertad y, por un momento deseé convertirme en una de ellas; quizá así lograría entender mucho mejor la física y sus infinitas ramificaciones; quizá, así, de esa manera, podría entablar la perfecta sincronía entre el vacío, la materia y la espiritualidad; quizá así lograría entender el fenómeno que hacía varios años ya me había salvado la vida, mismo que me seguía arropando a diario, aún bajo el inclemente invierno; o, quizá así, los rezagos de la desgracia desaparecerían al fin, abandonarían la tierra infértil de mi mente y aceptarían su derrota, cayendo en el olvido.

Tenía tanta hambre...

El aire cargado de humedad me hizo pensarme dos veces el querer permanecer echada; sentía el sofoco invadirme y cómo el aire se me escapaba con cada intento de captura; ese día la temperatura estaba declarándome una guerra.

Me aflojé la camisa del uniforme y dejé caer mi cabeza hacia atrás, como rascando el pasto, e intenté seguir concentrada en las ramas, en su infinito poder transformador e inerte y en su increíble misión con la vida. Mi amor a los árboles era algo genuino, puro e irrevocable; su amor había significado mi salvación, y la luz del sol a través de sus hojas y ramas, mi cura —al menos la mejor que tenía hasta ese momento—. Entonces recordé, me concentré aún más y rememoré, y mientras eso sucedía, sentí cómo los haces de luz, tras hacer una carrera contra su nube barrera, llegaron a mí en forma de voz y de una inmensidad de cosas que alguna vez creí no merecer, escuchando, al fin, ese murmullo, ese susurro de anhelo que siempre esperaba. En español ese fenómeno no tenía un nombre o una palabra específica asignada, tristemente; en francés, mucho menos. Sin embargo, tiempo después de conocer este fenómeno por primera vez, descubrí que los japoneses, en aras de dejarnos bien clara la belleza que ellos veían y nosotros no, se habían decidido bautizarlo Komorebi.

Ese nombre movió cada fibra en mí, y, desde entonces, mi vida se partió en dos.

O bueno, luego se volvió a partir en dos ese día, tras lo que llegué a considerar una alucinación, el encuentro con ese hombre, con ese callejón, y todo lo que eso empezó a desencadenar de ahí en adelante.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora