40. Elora Abadie - Parte 1

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Alma y yo caminábamos con nuestras bicicletas en mano, rumbo a mi casa tras salir del colegio. Ella llevaba en su maleta unas mudas de ropa, porque se iba a quedar conmigo el fin de semana, por lo que no fue necesario que fuera a su casa. El clima estaba amigable; el cielo estaba nublado, el viento corría; no hacía frío, pero estaba fresco; ya eran finales de septiembre, el calor sofocante de verano empezaba a desaparecer por completo, y eran las lluvias las que cada vez empezaban a reinar más; en las noches hacía frío, pero, en general, el día era templado, perfecto. Oficialmente era otoño. Ambas llevábamos ya puesto el saco del uniforme.

En el colegio, seguían molestándome. Alma no se despegaba de mí allí, porque actuaba cual guardiana; ahuyentaba de la mejor manera a todos los que querían molestarme aún por mi estilo, se burlaban, o creaban rumores de mí, diciendo que era una falsa. Sin ella todo habría sido muy difícil. Por fortuna, me ayudó en todo, incluso a empoderarme más y no dejarme molestar de nadie.

Como el clima estaba mejorando, Alma comenzaba a brillar más. Ya no se dormía en clases, estaba más feliz, en los recreos tomaba su refrigerio —ya que decidió dejar de llevar almuerzo— y comía bien, y todo parecía irle de maravilla. A decir verdad, el clima no era la única razón de que ella estuviera así. Ella, a diferencia de mí, ya se había amistado con mi hermano, quien era muy unido a ella; evitaba hablar de él conmigo, porque sabía que me hacía daño que él aún no me hablara y me pidiera disculpas, pero no dejaba de hacerlo, sobre todo cuando hablaba de Ezra, quien era, a la larga, la verdadera razón de su felicidad.

Desde que Alma había comenzado a salir más con Ezra, sus ojos parecían brillar más, estar más grandes, más vivos; flotaba cada vez que hablaba de él. Y eso que no había pasado nada, nada más que un beso en la mejilla y unas manos entrelazadas durante algunas de las noches que ella lo acompañaba a casa, sin falta, mientras tenían sus charlas interminables sobre cualquier tema.

—Méderic me lleva a rastras a casa, Florecita —me dijo—, por mí ni me despego de Ezra; acampo frente a su casa de ser necesario.

Estaba enamorada, muy enamorada.

Me alegraba verla así, pero también me daba cierta envidia. Buena envidia, quiero decir. Cada que la veía y escuchaba así, me daban unas ganas locas de sentir lo mismo, de encontrar lo mismo, de dejar de pensar en el estúpido de mi hermano que no hacía más que alejarme cada día más y que me lastimaba tanto cada que lo tenía cerca. Deseaba con unas ganas locas encontrar un amor así. Pero yo no conocía chicos, ninguno aparte de mi hermano, y los amigos de mi hermano y Alma, que, a la vez, eran también mis amigos.

Sin embargo, desde mi cambio, sí había notado que los chicos comenzaban a fijarse más en mí; me saludaban más, me sonreían, me guiñaban un ojo. Yo siempre huía, cobarde, pero, no podía negar que me gustaba esa atención que recibía. Alma se reía y me decía que me abriera un poco más, que si quería me ayudaba para conocer más gente, bueno, más chicos exactamente, pero yo me negaba, sintiendo que podría desmayarme en el intento. No obstante, sí había notado que Alma me hacía preguntas raras, o comentarios extraños cada que tocábamos el tema de las relaciones.

—Y si Méderic tuviera novia, ¿qué pensarías? —me preguntaba, curiosa— Me refiero a algo real, o sea, a alguien que presente a tus papás y todo.

Yo le respondía con bondad, le decía que sería bueno que encontrara a alguien que le pudiera ayudar con lo que le pasaba de una mejor manera, pero, la verdad era que por dentro se me revolcaba todo, y yo no entendía por qué.

—Deberías tu conseguir a alguien así también, Florecita —me instaba ella siempre.

Pero yo no me imaginaba con nadie, con nadie que no fuera él...

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora