26. Dolorosa realidad

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La mañana inició calurosa, húmeda, extremadamente sofocante. Cigarras, chicharras y grillos cantaban entre el pasto y la tierra aún húmedos del rocío, queriendo advertir a todos los habitantes sobre el terrible sol que bañaría a todo Colmar ese día. El reloj marcaba las 5:30 de la mañana y la extraña, pero fabulosa señora Abadie ya corría por los cuartos, golpeaba puertas, recogía ropa... cantaba, como siempre, como cada feliz mañana de su estupenda vida, segura de no poder ser más feliz. El sol salió temprano esa mañana por el oriente filtrándose por las rendijas de las ventanas y puertas de cada casa en el pueblo-ciudad, casi como si supiera las penas y vergüenzas que aquejaban a algunos. La casa de los Abadie no era una excepción; uno de sus miembros rogaba por una luz que llevara una solución a su problema.

Por lo general, Méderic se levantaba con el tiempo justo para llegar a clase tras una carrera por las calles que despertaban lentamente; su madre siempre debía ir y pellizcarle las mejillas para lograr que saliera de la cama. Sin embargo, esa mañana, tras una larga noche de insomnio y terribles pensamientos sobre sus certezas, salió por la puerta de su habitación más temprano de lo normal. Salió a medio vestir, con el rostro opaco, reflejando unas ojeras inmensas, unos ojos inyectados de sangre, y lo horrible que había sido su noche. Aún no lo entendía, se negaba a aceptarlo, a ceder a la posibilidad de que él fuera esa clase de persona; no podía creer que no se hubiera dado cuenta antes, si en realidad era tan natural, tan obvio. Las rodillas amenazaban con perder su estabilidad, pues la culpa estaba dejando su impronta en su alma; sus hombros caían hacia el frente igual que su espalda que se negaba a enderezar; su mente daba vueltas y hacía bastante ruido. Se sentía terrible, tan mal como nunca se había imaginado siquiera. Remembró muchos de sus recuerdos y de repente todo cobró sentido, todo encajó tan perfectamente como un rompecabezas. No tenía ni idea de lo que haría. Al llegar a la cocina, se dio cuenta que su madre seguía canturreando, alegre, vivaz, sin saber que su hijo mayor la había traicionado de esa manera. Algo en su pecho dolió aún más. Su madre se giró y en cuanto lo vio le dio un beso en la boca, como solía hacerlo todas las mañanas, tan natural como siempre.

—¿Pero por qué tan alegre mi hijo esta mañana? —preguntó con una melodía en la voz su madre.

Méderic suspiró. Después de pensárselo, respondió:

—No pude dormir.

—Oh, mi niño —acarició su mejilla—. ¿Quieres café, Mér? —lo llamó por su apodo, solo su familia le decía de esa manera.

—Por favor. Y mucha azúcar.

Observó a su madre servirle la taza de café con extra-azúcar mientras tarareaba una canción que no le parecía conocida. Se dio cuenta entonces que nunca la había visto enojada, ni una vez, ni siquiera cuando él rompía cosas o hacía travesuras de pequeño; no, ella siempre cantaba, sonreía, bailaba, besaba, abrazaba. Su madre estaba tan llena de amor que no sabía de qué otra manera demostrarlo, a veces ni sabía qué hacer con él, pues el día parecía no alcanzarle para entregarlo todo. La observó allí, tan feliz que casi levitaba, e intentó imaginar lo que sucedería si algún día se enteraba de lo que él acababa de descubrir; se detuvo de inmediato, se negaba a imaginar a su mamá triste, furiosa, o peor aún, decepcionada; ella era una santa, la mejor de las personas, y él no tenía ningún derecho de hacerle ese daño, ni a ella ni a nadie.

La señora Abadie —como se hacía llamar—, caminó hacia su hijo con la taza de café sin dejar de tararear y exudar amor.

—¿Y papá? —preguntó Méderic, arreglando sus mangas y bostezando a la vez.

—Dormido, querido. Hoy es su día libre —siguió tarareando. Pasó la taza de café a su hijo—. Toma, corazón. —dijo y le dio un beso en la coronilla.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora