39. Aymé Couture - Parte 2

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Vomité todo lo que pude, hasta que no fue más que bilis, y, cuando supe que no saldría más, me levanté, tomé papel, me limpié la boca, limpié la taza, bajé la cisterna, y sin que lo hubiera planeado, comencé a sollozar, hasta terminar roto en llanto allí, sin importarme nada en lo más mínimo. Alguien golpeó en mi puerta, pero no hice caso. Sólo seguí llorando, desconsolado, con el corazón reventado y ensangrentado, y, aun cuando el timbre sonó avisando que el recreo terminaría, y que debía volver a clase, no lo hice, porque no pude parar, no pude detenerme hasta que al fin me sentí vacío. Los golpes en la puerta seguían sonando, y por más que quería gritarles que me dejaran en paz, no podía, porque tenía la voz rota, deshecha, y no tenía fuerza para nada, ni para respirar.

—Aymé, abre —la voz de Clement me llamaba desde el otro lado.

Giré a ver la puerta, con la vista emborronada y empañada de lágrimas, hipeando, hecho piltrafa. Me alegró que fuera él. Pero no quería que me viera así.

Intenté responderle. Incluso, intenté estirar la mano, pero no pude. Sentía que mis propias extremidades no me respondían, que yo no era más que un muñeco, vacío, viejo, sin otro destino que el olvido. Y sí, era dramático y todo, pero así me sentía.

—Aymé —volvió a llamar—. Ábreme, ¿sí?

Pero yo no podía responder más que con lágrimas. Sentí que las piernas comenzaban a fallarme, pero el cubículo de ese baño era tan pequeño, que no tenía cómo sentarme en el suelo, y, como el sanitario no tenía tapa, tampoco podía sentarme allí. Volvió a golpear la puerta, y yo sentí que, si no lo dejaba entrar, no sabía qué sería de mí, que me hallarían muerto por deshidratación de tanto llorar, o peor. Así que, como pude, con las pocas fuerzas que me quedaban allí, alcancé el pestillo y lo retiré.

La puerta se abrió de golpe, pegándome, por lo pequeño del baño, pero ni siquiera sentí el golpe. Sólo supe que Clement me agarró antes de me desvaneciera en el suelo, y me abrazó y yo a él, y ahí estuve llorando otro buen rato, roto. Clement no dijo nada en ningún momento, sólo me sostuvo contra él, sin importar que estuviéramos los dos ahí metidos, en ese cubículo diminuto, que yo le llenara la ropa de lágrimas y mocos —posiblemente—, o que lo abrazara tanto como para que cualquiera malinterpretara la situación. No dijo nada, ni le importó nada. Sólo me sostuvo ahí, de pie, aunque no sentía que estuviera tocando el suelo, y me agarró por la espalda con firmeza, hasta que, al fin, comencé a quedarme seco, sin lágrimas, y me fui calmando.

Cuando me calmé, me dejó en el suelo de nuevo, y cuando estuvo seguro que no me caería de rodillas, débil, me soltó. Me pasó papel, y yo me limpié el desastre que tenía en la cara. Veía sus pies, no sabía qué mirada tenía en su cara, y no quería saberlo. Tenía la vista borrosa, la voz seca, la cara hinchada, y unas ganas inmensas de desaparecer.

Comencé a llenarme de terror al darme cuenta que quizá afuera no había estado únicamente Clement, sino que quizá también habían estado los demás, y que Ezra me había escuchado llorar, y habría entendido todo lo que yo quería esconder. No sé qué expresión tenía en mi rostro, pero Clement me tranquilizó y me dijo:

—Vine yo sólo —explicó—. Corrí detrás de ti, les dije a los otros que yo vendría.

Levanté la mirada y me encontré con la suya, con esos ojos estrábicos suyos, que eran tan bonitos y letales a la vez, y, al fin, pude ver que expresión tenía en el rostro. Lo peor fue que no pude entender a qué se debía, pero estaba serio, parco, y me veía fijo desde arriba, aun cuando odiaba ver así a la gente, porque se daban cuenta de sus ojos —o eso pensaba él, pero su estrabismo era leve, y, extrañamente atractivo—. Yo le agradecí, sin embargo, con la mirada, y torcí mi boca en lo que creía era una sonrisa. Clement frunció el ceño un segundo, y luego volvió a enseriarse.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora