31. Noah Athiel - Parte 1

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—¡Noah! —la escuché llamarme, y no supe sino hasta entonces cuánta falta me había hecho.

Le abrí mis brazos y le dediqué esa sonrisa que sólo ella había sabido sacarme, embobado, como siempre, con su sola presencia. La vi levantarse de la silla, tenía una camisa sin mangas y un pantalón algo suelto, tan propio de ella en verano, y estaba más bronceada. Su pelo estaba atado en una coleta alta, y sus ojos eran esos mismos pozos oscuros a los que tanto me gustaba ir a aventurarme y disfrutar.

Saltó entonces, y en dos pasos largos estuvo frente a mí, perfectamente acomodada entre mis brazos, con sus brazos alrededor de mi cintura, tan perfectamente encajada como si fuera una pieza de rompecabezas. Tenerla así siempre me gustó, era uno de mis momentos de paz.

Besé su coronilla, y con los labios pegados a su cabello aún, la saludé al fin.

—Hola, Noa...

Sonreía como bobo.

Eso me enojaba de mí, porque era tan transparente... aún la recordaba bajo aquel árbol en el Molière, empinándose para darme un beso, diciéndome que fuéramos amigos, dejándome bobo, o más bobo de lo que ya andaba por ella en ese momento, sintiendo que los pies se me despegaban de la tierra, y yo flotaba como astronauta sobre mares de estrellas y asteroides. Y cada que la recordaba me volvía más bobo, y al tenerla entre mis brazos, se volvía todo mucho más vívido, y, por ende, yo, mucho más bobo, me volvía como gelatina.

En ese momento se me despegó, me vio desde abajo, con sus ojitos de gato, grandes y brillantes, me sonrió con esos dientes de perlas, y me habló con la mirada, como solía hacerlo, tan intuitiva como de costumbre, y entonces me perdí en aquellos ojos, en aquella sonrisa, y en todo lo que ella era, y tan natural como nos era, bajé a saludarla, a la vez que le acunaba su cara, con todo el cuidado que merecía ella, y la besé al fin; entrelacé nuestros labios, tras meses de ausencia, y me acomodé entre ellos, empapándome de su sabor y de eso que solo ella sabía ser: un misterio.

Nos separamos, ambos, sonriendo como bobos.

—Hola, Noa —le dije yo de nuevo.

—Hola, Noah —me saludó ella al fin, y nos echamos a reír.

Ella pareció entonces recordar algo, porque se crispó un poquito, y volvió a ver a alguien, pero no supe a quién. La vi entonces con los ojos pegados a la puerta de la casa que sostenía a aquella cafetería que tanto amaba, a un chico que la veía fijo, con una expresión indescifrable. Ella pareció suplicarle con la mirada, pero entonces él se dio media vuelta y se adentró en el edificio, perdiendo su contacto con ella. La vi morderse el cachete, preocupada.

—¿Alguien que te gusta? —pregunté en un susurro junto a su oído, sobresaltándola.

—Sí —dijo, apesadumbrada.

—Si quieres entro y hablo con él, le explico —me ofrecí.

—No, no pasa nada. Lo hago yo, luego. Primero ven, te presento a mis amigos —me tomó de la mano para echar a andar.

Vi tras ella a la mesa en la que estaba sentada antes de mi llegada. Todos tenían la cara hecha un poema, no había ni uno que estuviera tranquilo. Por otro lado, me sorprendí por completo con la palabra que acababa de salir de su boca. «Amigos», dijo. Ella no tenía amigos... no mientras yo había estado con ella, al menos; su amigo era yo.

—¿Ahora tienes amigos? —pregunté, sorprendido.

—Más amigos, además de ti, sí —rio—, ahora sí.

—Sorprendente. ¿A ellos también los besas? —pregunté bajito, algo celoso.

Se volteó a verme y se carcajeó, a la vez que me daba un empujón, sin soltarme la mano.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora