27. Aymé Couture

5 4 0
                                    

Salí de la heladería con el amargo en la boca de la palabra «hermano», pero contento al notar el cariño que tenían hacia mí, en ese hogar —que no debía ser poco porque se atrevieron a organizar una cena para mí, asumiendo los mil riesgos que había—. Recordé el día, su inicio y luego su final y me di cuenta de lo mágica que podía ser la intervención de una sola persona, cómo eso podía transformar un día lúgubre y triste, en uno luminoso y feliz.

Al día siguiente, cuando salí de la biblioteca directo a la casa de los hermanos Babineaux para continuar mi rutina de todos los días, Clement me preguntó si podía acompañarme. Me puse algo incómodo, porque ese era un terreno ajeno, no era mi realidad, y, por ende, no podía compartirla sin permiso. Sin embargo, acepté, dejándole claro, hacia dónde iría.

—¿Vas todas las tardes a casa de Ezra? —preguntó.

—Así es —respondí.

—¿Por qué? —preguntó, interesado.

—Lamentablemente, no puedo contarte más —expliqué—. Verá, señorito —dije, metiéndome en mi papel—, a veces la vida no es tan bonita.

—El día que Ezra me detuvo, cuando peleamos frente a él, ¿recuerdas? No me preguntes por qué, Desviado, pero vi oscuridad en su mirada. Tristeza, quizá—dijo, profundo.

Voltee a verlo completamente anonadado ante su observación. De Ezra siempre decían que era antipático, distante, reservado, extraño... todo, menos triste, que era lo que en realidad sí era, un ser repleto de tristeza y frustración.

—¿Por qué dices eso? —pregunté.

—¿No me escuchas o qué, Desviado? Te dije que no me preguntaras, y es porque no sé la respuesta a esa pregunta... simplemente, reconocí algo de mí allí también.

—El señorito no es tan hueco como aparenta, ¿no?

—¡Eh, Desviado! No te burles de mí —me dio un empujón, pero no fuerte, nada parecido al pasado.

—¿Cuándo me vas a dejar de decir «Desviado»? —pregunté, exasperado.

—Cuando te dejen de gustar los hombres —se burló.

—Se me olvidaba con quién estoy hablando —torcí los ojos, exacerbado, comenzando a andar más rápido.

—Ay, Aymé, ¡ya! De verdad que no lo digo por molestarte —confesó—, solo, no sé, sale natural, pero sin ánimo de ofender. Yo no me enojo porque me digas "señorito" —apuntó.

Me detuve y giré a verlo con los ojos entrecerrados; no podía creer cómo se atrevía a comparar las dos cosas y seguir tan tranquilo. Luego recordé que se trataba de Clement, y que él, seguramente, no notaba la diferencia.

—¿Cómo carajos se te ocurren comparar lo uno con lo otro? Estúpido —me quejé— Con "Desviado" me degradas, por mi realidad, por lo que soy y lo que siento. Con "señorito" me burlo por lo delicado que eres, por lo llorón y consentido. ¿Entiendes? No puedes comparar lo uno con lo otro.

Me di la vuelta y comencé a caminar nuevamente, no quería dejarme llevar por esa rabia o frustración que siempre me salía cuando estaba con él —por aquello que estábamos intentando empezar de nuevo—. Clement pegó el grito y me alcanzó en dos zancadas, pasándome el brazo por el cuello.

—Ya te dije que no lo hago por ofenderte, Aymé.

—Pero igual lo haces —chillé.

—Sigues siendo un dolor de muela, Aymé... no sé cómo estar bien contigo.

—¡BUSCA OTRO APODO, ESTÚPIDO! O dime por mi nombre... ¡no es tan difícil, carajo!

Clement soltó una carcajada y me vio de reojo, aún enfurruñado por mi queja.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora