19. La Cream -2

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Elora entró maravillada con los ojos hechos estrellas, tan feliz como no lo había estado en años, radiante por el sol por el que acababa de pasear y por el portento que acababa de conocer; no paraba de girar su cabeza y mirar a los lados, deleitada con la vista. Alma, por su parte, respiraba aliviada y fresca por primera vez en el día, bajo una salida del aire, derretida sobre una silla vacía bajo él.

—¡Esto es maravilloso, Alma!

—No puedo creer que no lo conocieras... ¡es el mejor sitio del mundo!

—Ya lo sé —confirmó Elora.

—Y tiene aire acondicionado, mismo que tu pareces no necesitar, por cierto —observó Alma—. Mírate, estás radiante. ¿Lo ves, Elora? Eres una flor. Bajo el sol brillas contenta y coqueta, en el frío eres seria, pero igualmente bella —soltó Alma de improvisto—. Te envidio. Si no es en el frío, no puedo lucir bien. De verdad. Mi organismo es defectuoso con las altas temperaturas. ¡Mírame! ¡Me derrito! ¡Auxilio, Elie, dame una de tus malteadas milagrosas! —Llamó a alguien adentro, con el drama discurriendo junto con su voz.

Con el paso de los años, Elora cosechó un sinfín de amistades nada duraderas que, a su vez, no eran nada sinceras. Llevaba diecisiete años de su vida sin vivir como realmente quería, y recibiendo comentarios que no eran más que críticas y falsas alabanzas para abrirse camino a la aprobación de su hermano. Desde su fatal encuentro con Cécil, nunca nadie, además de su familia, le había dedicado palabras tan bonitas y ahogadas en sinceridad como las que Alma le acababa de regalar de manera tan natural; por lo que, por poco, la extraña felicidad que la invadió de pronto, la hace echarse a llorar allí mismo, conmovida hasta los huesos, feliz en toda su basta existencia. No lloró, pero si se sonrojó tan brillante y notoriamente como pudo. Por primera vez, pensó, se encontraba en el lugar correcto.

Por la puerta blanca decapada, una mujer de unos cuarenta años salió mostrando una reluciente y natural sonrisa blanca en el rostro, junto con un extraño aire de paz y tranquilidad siguiéndole los talones, empapando al lugar de él, como si fuera magia la que flotara y corriera con el aire, como aromaterapia inodora e invisible; tan brillante como la luz, tan cálido como un abrazo de mamá.

—¡Alma! Mi niña, ya vienes derretida otra vez —rio la mujer.

—¡Auxilio! —Repitió Alma— El sol de hoy me ha declarado una guerra, Elie, dame el remedio de siempre. ¡Por favor!

—Con gusto, mi niña —le sonrió la mujer desbordando un poco de medicina—. ¿Y tú que vas a querer, querida? —esta vez miró a Elora.

—¿Ah? Eh... —se sorprendió Elora, no sabía que pediría.

—Dale una de las mismas, Elie, esa dosis de azúcar a nadie le sienta mal. Yo sé que le va a gustar a mi querida florecita.

Elora se sonrojó de nuevo.

—Acomódense, estarán listas en un momento.

—Consiente a Elora también, es mi amiga, Elie, la haré tu clienta fija también —gritó Alma recostada encima de la mesa color café con ligeros matices grises, evidenciando de a trozos, su vieja apariencia vivaz.

—Siempre trataré bien a tus amigos, corazón —respondió a lo lejos, cerca de las neveras repletas de helados.

Recuperada con el aire acondicionado, Alma dejó salir su personalidad sin pereza otra vez. Se enderezó.

—Hoy te dejo escoger, Elora, por celebrar nuestra amistad. ¿Dónde te quieres sentar? ¿Adentro o afuera?

—¿De verdad puedo escoger?

—¡Por supuesto! ¿Qué me crees? ¿Dictadora? —rio.

—¡Cómo se te ocurre! —Rio Elora— Si de verdad puedo escoger, vamos afuera, hoy hace un buen sol.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora