6. Clement Faucheux

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Los padres de André salieron repentinamente temprano en la mañana de viaje a Toulousse por un extraño incidente en la empresa familiar, y debían estar presentes todos los accionistas; nada grave, al parecer, aunque sí muy oportuno para una grandiosa fiesta de viernes.

Salí del colegio con el brazo adolorido por la llave que me había ganado al llamar a gritos a Zoe sin su honorífico. Eran las cuatro en punto cuando crucé la entrada principal. El entrenamiento no comenzaba sino hasta las cinco; tenía tiempo de sobra para llegar. Decidí caminar. Desde el Victor Hugo hasta el Stade du Ladhof —dependiendo de la ruta—, se podía tardar desde 15 a 20 minutos caminando normalmente. Escogí la ruta más larga queriendo dejar en el olvido por unos minutos a Aymé y mis planes de tortura para con él; tenía su número en mi teléfono desde hacía dos semanas, pero aún no veía una excusa perfecta para llamarle y molestarle sin parecer idiota; debía ganar la batalla en todos los campos.

Estaba comenzando a impacientarme, y más al notar que los días para finalizar el curso estaban contados con las manos. Caminé queriendo no pensar en nada, centrarme únicamente en respirar, y así fue; antes de darme cuenta, las rejas del estadio se encontraban frente a mí. Entré y aproveché el tiempo en un exhaustivo calentamiento, calentando hasta el más pequeño de los músculos; no quería volver a lesionarme. Minutos después de haberlo empezado, André apareció junto con otros tres por la reja. Paré un momento para saludarles y esperar que se unieran a mí.

Fue allí que André nos contó lo que había pasado en casa y nos propuso, ante la ausencia de sus padres, hacer la fiesta de despedida de curso. Y, fue con ello que André solucionó uno de mis malestares al invitarnos a la fiesta que acababa de idear; sin saberlo acababa de darme la excusa perfecta para llamar a Aymé.

Salimos de entrenamiento directamente a la fiesta; nos bañamos en el estadio y nos pusimos el cambio de ropa que llevábamos, metimos la maleta con lo de deportes en el carro de André y todos nos embutimos allí, camino a su casa, a preparar todo y dar inicio a la fiesta; en el camino todos enviamos mensajes a nuestros amigos y conocidos, a las chicas de otras escuelas; como a todos se les pidió licor, no nos tuvimos que preocupar por eso, y así, a las 7 en punto de la noche, la fiesta ya era una realidad. Por fortuna, mis padres no se molestaron con que me fuera directamente a la fiesta, solo, como siempre, pusieron el toque de queda que, sin falta, comprobarían; era lo único que siempre aseguraban; como cenicienta me comprometía a volver antes de las 12 a "mi hogar".

En toda fiesta, el licor, jamás sobra; y esa, por supuesto, no era una excepción. Fue allí que nació mi idea con Aymé, mi excusa perfecta.

Cada que tenía la desgracia de estar solo, me permitía ahogarme en mis pensamientos; poco me agradaba pensar en lo que realmente sentía, pero a veces debía hacerlo a modo de desintoxicación. En mi habitación, en las noches que no estaba demasiado cansado como para dormirme inmediatamente y tampoco demasiado enérgico como para volver a levantarme, me quedaba dando vueltas en la cama, volviéndome la mente trizas con cada repaso de mis acciones, a veces gritando contra mi almohada frustrado, a veces, halando mi cabello hasta casi arrancármelo, otras, simplemente permitiéndome llorar. Me dolía no ser capaz de parar con mi comportamiento, o con toda esa vida vacía en la que me había obligado a estar; me dolía haber escogido ese modo tan triste de llenar ese vacío que siempre rasgaba las paredes de mi pecho como si fueran garras que, impregnadas de veneno, además, corroían y desintegraban cada trozo que tocaban. Todo parecía ser invisible para los demás, pero para mí cada vez era más vivo, más real y asfixiante; al verme al espejo no podía parar de percibir en mi reflejo, un cadáver, o, a alguien que se estaba convirtiendo en uno. Me gustaría poder decir que era fuerte, lo suficientemente fuerte para esperar, trabajar, y salir adelante, tan fuerte que incluso podría ser capaz de conseguir una esposa, tener hijos y ser un excelente padre, pero no, no podía; yo no era nada más que un débil aparentando ser un hércules, un debilucho que creó una mentira para mantener controlado aquel dolor que poco entendía y que crecía con cada segundo que pasaba.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora