15. Problemas al horno -2

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En medio de mi furia olvidé que, diariamente, desde la esquina que compartía con Ezra, me veía obligado a ver y escuchar a mi  —tan ahora odiado— enemigo en la cancha. Por lo que, sin saber hacia dónde había ido Clement, y pasando por alto el balón de fútbol que llevaba en sus manos, corrí por todos los pasillos, busqué en los otros baños, recorrí cada salón abierto y todo rincón disponible, perdiendo todo el valioso tiempo que tenía para evitar una catástrofe, hasta que recordé, al fin, el estúpido balón que tenía.

Sintiéndome todo lo idiota de la vida por perder ese preciado tiempo, corrí rumbo a las escaleras, bajándolas a trompicones, poniendo todo de mí para no arrancarme hasta el último cabello negro que tenía por la desesperación. Llegué al fin al último rincón del colegio, a esa cancha desgraciada que soportaba sus pisadas.

Clement Faucheux era, para mí, un némesis, a pesar de nunca habernos cruzado, o haber tenido contacto alguno. No obstante, su existencia y cómo era me provocaban dolores, pesares, y varias canas. Lo supe en cuanto lo vi al otro lado de la puerta, en esos baños, supe que mi vida se vería opacada por la existencia que yo tanto había querido evitar, pero que ahora tanto quería encontrar. Y la verdad era que a mí poco me importaba lo que a mí me pudiera pasar porque yo era abiertamente gay, y lo demostraba a diario con mis miradas, o con mis besos, mis cumplidos y mi forma de ser con otros, pero con Paul, lo que uno de mis famosos besos había empezado a desencadenar de manera tan catastrófica, sí me importaba, y mucho; sus súplicas me habían conectado directamente a las palabras de Ezra, a lo que me había dicho en la mañana. Nunca había sentido que Ezra tuviera la razón, pero ahora solo podía pensar en cuanto debí escucharlo. Y eso era lo que más me dolía, lo que más me enfurecía.

Lo encontré allí, igual que todos los días, jugando y gritando como siempre. Analicé la situación de lejos, esperé detrás de una columna y observé las acciones de cada uno de los que estaban en busca de sorpresa, asco, o algo remotamente familiar, sopesando las consecuencias de mi actuar.

Nada.

Todo parecía ser que un partido normal se desarrollaba frente a mi igual que cada mañana de mi existencia en esa escuela. Por un momento pensé en estar meditando demasiado las cosas, en estar juzgando mal a Clement; tal vez, pensé, había malinterpretado su mirada y su sonrisa autosuficiente y perversa, aquellas palabras escondidas tras todo eso. No podía decidirlo con sólo verle desde allí, habría que esperar y ya luego daría mi veredicto.

Eran los cinco minutos más largos de mi vida. Cinco minutos eran los que faltaban para que acabara el receso.

A pesar de que me estaba muriendo de la ansiedad, me tomé unos segundos para ver, de lejos, a Ezra, sentado en la última columna, en la de la esquina, mirando hacia todos los lados, y quise pensar que me buscaba a mí, pero siendo realista, sabía que sólo estaba cuidando de sus hermanos. Me sentía idiota por albergar esperanza. Recordé su comentario, el desastre que se había ocasionado, el dolor que eso me estaba causando, y entonces, ya no quise verlo más.

Y entonces, para mi sorpresa, no me quedó más que hacer lo que siempre había jurado que no haría: reconocer la existencia de Clement, el idiota de Clement, del casanova Clement, del descerebrado, imbécil, retorcido y acomplejado Clement, de la única persona que había creído, odiaría para siempre. Lo observé y lo observé, y lo seguí observando, parpadeando siquiera, hasta que, unos minutos después, el timbre sonó y llegó el momento de la verdad.

Una corriente de adrenalina volvió a recorrerme el cuerpo entero, el corazón comenzó a moverse desenfrenado en su prisión, y comencé a sentir el cuerpo energizado, a la vez que débil. No le quité la mirada nunca de encima. Pude verlo fingir no verme, reírse de mí a la vez que se despedía de sus amigos y les pedía que lo cubrieran con el profesor mientras llevaba el balón a la sala de deportes, igual que cada mañana, al parecer. Tan descarado fue que fingió hasta el último momento no haberme visto, pasándome por el lado y dejándome atrás. Pero entonces salí a la luz y caminé tras él, un poco alejado para evitar que cualquiera pudiera relacionarnos, pero lo suficientemente cerca para saber si les decía algo a los demás, y cuando al fin noté una apertura de la mayoría de las personas, me acerqué a él como pude, completamente desapercibido, minimizando mi luz.

—Clement, necesitamos hablar —dije, desde atrás—, es urgente.

Intentando parecer sorprendido, Clement ladeó el cuello ligeramente a la izquierda y me observó de reojo.

—Oh, eres tú. ¿Qué quieres, marica? —volvió la vista al frente y siguió caminando.

Al escuchar sus palabras, mi cuerpo se llenó de una furia inexplicable que nació desde la boca de mi estómago y reptó hasta alcanzar mi razón, nublándola. Pocas cosas en el mundo despertaban mi furia; yo, en realidad, me consideraba un virtuoso de la paciencia. No obstante, cuando algo me hacía enojar lo hacía a tal punto que me cegaba por completo, y terminaba perdiendo el completo control de mi cuerpo y sus funciones motoras, de mi razón, y mis pensamientos en general. Y ese día, esa "palabra" y la fuente que lo emitía, lograron eso que poco me pasaba: sacarme de quicio.

Mi mano se posó sobre el hombro de Clement y de un jalón le di la vuelta.

Por su mirada me percaté de que no se esperaba esa reacción. Sin embargo, se recuperó pronto, en cuestión de segundos, haciéndose poderoso por su envergadura, por nuestra diferencia de alturas y contexturas, porque mientras yo era un flacucho, él era una columna de concreto, alto y fuerte, completamente rígido y firme, casi 10 centímetros más alto que yo. Me miró desde arriba, desafiante, rodando sus ojos a sus alrededores para analizar la audiencia.

—¿De verdad quieres hacer esto aquí, idiota? —Espetó Clement con los ojos muy abiertos.

—Repite lo que dijiste y no me importará nada —Sentencié, valiente.

Noté como uno de sus puños se cerraron y uno de ellos estuvo en camino a alcanzar mi cara, que mantenía una mirada de furia y desafío, y me alisté para lo peor, pero entonces, a pocos centímetros de mi cara, su puño se detuvo y se convirtió en una mano, que me golpeaba el cachete en una palmada ligera. Al parecer, él también estaba furioso, pero lo había sabido disimular, y con una sonrisa falsa y los dientes apretados, se dirigió a mí:

—Vamos, enano, no creas que será tan fácil. Esto te va a costar sangre y sudor —musitó Clement al ver que todos se quedaban observándonos—, así que no te hagas el valiente, esto te supondrá mucho más.

Susurros y gritos empezaron a viajar por el aire alcanzando la curiosidad de cada vez más estudiantes. No nos rodeaban de cerca, pero sí se habían detenido por donde pasaban en el momento.

Miré a Clement con todo el desprecio que pude reunir en mi interior, y esta vez fui yo quien apretó los dientes en una mordida. Tenía tanta rabia contenida en mi interior, que supe sin lugar a duda que, si abría la boca para responderle algo a sus palabras, una lucha se vería desencadenada y yo, seguramente, la perdería, y, además, no lograría arreglar nada del problema, problema que Paul no tenía por qué pagar. Así que me contuve y sólo lo miré, fúrico, fastidiado, impotente.

Al ver que no le respondía, Clement mantuvo su sonrisa cosida al rostro, se inclinó hacia mí, me pasó un brazo por los hombros, apretándome ligeramente, advirtiéndome, por supuesto, que me calmara, que nuestra pelea llegaría pronto. Cierto repelús me recorrió con su contacto, además de un instinto casi asesino, pero lo contuve con toda la voluntad que me quedaba dentro.

—Vamos, compañero —habló fuerte para que los espectadores pudieran escuchar—, hay que hablar.

Conteniendo una arcada y un codazo para zafarme de su agarre, caminé junto a él al darme cuenta que eso era lo mejor para los dos, porque todo quería menos que eso llegara a oídos de los profesores. Así que respiré paciencia y dejé que ella fuera la que me llenara, calmándome lo suficiente para lograr armar un remedo de sonrisa —la peor que había mostrado en toda mi vida—, y lograr caminar junto a la persona que menos quería en el mundo, bajo su brazo, junto a su desgraciado cuerpo, rumbo a algún lugar que nos hiciera libres de nuestras ataduras.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora