33. Ezra Babineaux - Parte 1

8 5 0
                                    

Clement nos recibió en su casa todo el fin de semana, bueno, al menos hasta la noche del domingo, cuando recogí a mis hermanos para volver con ellos a nuestro remedo de casa. Por extrañas circunstancias del destino, ayuda divina, o lo que fuera que fuera eso, los padres de Clement habían tenido que salir de viaje; no le escribieron al celular, pero le habían dejado una nota sobre la mesa de la cocina, junto a un poco de dinero. Pudimos estar solos y a salvo. Nunca había pasado la noche en otra casa que no fuera la mía, o en un bosque, o una banca, o en un prado cualquiera. Nunca. Mis hermanos tampoco. Todo eso era tan extraño para nosotros. Sin embargo, Clement intentó hacernos sentir tan cómodos como pudo; estaba irreconocible.

La casa no tenía cuarto de huéspedes, ni camas de sobra, así que nos tocó acomodarnos lo mejor que pudimos. Para mis hermanos y para mí, nos ofreció el cuarto de sus papás, que era la cama más grande que tenía. En su cuarto, propuso, que se quedaran Aymé y Méderic en el colchón inflable, y él en su cama. Yo me opuse por completo, por aquello de que era el cuarto de sus papás, pero me calló en redondo, y nos obligó a dormir allí.

—Podemos dormir en el suelo —le dije—, de verdad, estamos acostumbrados —no pretendía que sonara mal, pero así fue.

Vi a todos apretar la mandíbula ante mi comentario.

—Ni hablar —me dijo—, aquí nadie dormirá en el suelo.

Esa noche, Clement nos hizo otro regalo. Permitió que mis hermanos jugaran en una consola por primera vez. La expresión de sus rostros se me grabó en el alma; eso era tan nuevo para nosotros como lo era recibir ropa nueva. Fue maravilloso poder verlos así.

Aymé se perdió un poco con Méderic, intentando hablarle, saber qué había sucedido, pero no le logró sacar nada. Yo tampoco entendía mucho, no sabía qué era lo que le había pasado a nadie en ese día, que parecía tan corrupto y podrido, pero sabía que, de alguna manera, todo estaba de cabeza, y que todos los que Alma había llamado su grupo de amigos, habían sufrido por alguna u otra razón en ese día maldito.

Al otro día, cuando tuve que ir a trabajar, rogué a Aymé para que cuidara a mis hermanos, al menos mientras iba a hablar con Elie. Pero fue de sobra mi ruego.

—Nosotros nos quedamos con tus hermanos —dijo Clement—. Ve a trabajar tranquilo.

—Yo te acompaño a ti, Ezra —se ofreció Aymé.

—Yo me quedo con Clement, si no le importa claro —dijo Méderic.

—Hombre... ¿qué me va a importar a estas alturas del partido? —le respondió él.

El corazón se me hinchó de felicidad. Creí que se me saldría del pecho.

—Gracias... de verdad, gracias.

Le pregunté a mis hermanos si les importaba quedarse allí, pero, por supuesto, me respondieron que en lo más mínimo; ¡estaban pasándola de maravilla!

Salí de casa de Clement tranquilo, sabiendo que mis hermanos estarían bien. Caminamos con Aymé, era temprano en la mañana, casi las siete.

—Aymé, debo pasar primero por casa.

A Aymé se le transformó el ceño, pero lo encondió pronto. Entendía a Aymé, para él, que no estaba acostumbrado a vivir algo así, el choque era mucho más fuerte. No era algo que me enorgulleciera, a decir verdad, era triste y penoso tener que vivir así, al punto de llegar a acostumbrarse a aquello.

—Pero Ezra... ¿y si te hace algo?

—No lo hará —le dije—. Para ahora ya estará sobrio, y seguirá dormido. No obstante, si no quiero problemas, debo ir a hacerle desayuno y dejarle todo listo para cuando despierte, y, al menos, dejarle una nota.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora