-Alma Noa -escuché a la profesora llamarme a lo lejos-. ¿Alma? -No respondí, estaba completamente dormida. Hasta el grito- ¡Señorita Alma!
Abrí los ojos de golpe y me levanté de la mesa, de mi pequeñita prisión de madera. El estómago me chillaba, tenía un hambre monstruosa por no haber desayunado ni tomado onces. No tenía idea de cuál era mi aspecto, pero podía sentir claramente el cabello revuelto, tan revuelto que ni el hecho de tenerlo liso me salvaría de no parecer recién levantada. También estaban mis ojos -alguna lágrima seca debía tener-, estaban rojos o hinchados, ¡estaba profunda!
Los efectos del verano en mi organismo eran catastróficos y no podía evitarlo. No pude decir nada, no era tan sin vergüenza. Me quedé callada frente a la profesora recibiendo sin clemencia sus miradas de interminable desaprobación y decepción desde el otro extremo del salón.
-Yo sé que esto no es lo que quieres en tu vida, que posiblemente nunca usarás la biología en ella, pero me niego a dejarte perder. Tienes talento desperdiciado, Alma, tu forma de actuar, todo lo que haces; simplemente te empeñas en dañarlo -me regañó.
La profesora apretó la mandíbula y tomó aire; estaba desesperada por hacer que yo recapacitara acerca de desperdiciar mi talento. Pobre, no sabía nada de nada.
La profesora no lo sabía, y no tenía por qué saberlo tampoco, pero yo no debía estar ahí, yo debería estar como mínimo en segundo año de la universidad, donde, con absoluta certeza, participaría en todos los semilleros que mi humanidad me permitiera, sintiéndome completamente plena y satisfecha, aun cuando, posiblemente, pasaría días durmiendo en el laboratorio con la bata puesta y la ropa sucia de dos días, apestando a sudor, pero feliz de estar cumpliendo con lo que de verdad deseaba hacer; más no en aquel colegio, lejos de mi patria, y de todo lo que quería o conocía, donde no paraban de enseñarme todo lo que yo sabía desde la cuna. Yo no sabía de dónde venía el conocimiento, sólo estaba allí, metido dentro, como en casa, adueñándose de mi cerebro, de mi vida entera, y se desbloqueaban a su gusto; a veces bastaba una palabra, el nombre de un libro, un aviso en la calle, la placa de un carro, una ráfaga de viento... no importaba, a veces el estímulo era tan ínfimo, pero, sin falta un ¡pum! Sucedía en mi cabeza, y las ideas aparecían, los sueños se convertían en ciencia, y las teorías con las que todos sufrían, para mí eran más fáciles que decir "buenos días". No, ella no lo sabía, y tampoco tenía por qué saber que mi estadía en ese lugar no era más que una recomendación de un psiquiatra. Yo la entendía, de verdad que sí, pero ya no sabía cómo hacerle comprender que no me dormía en clases por el aburrimiento o la falta de interés, sino por el calor del verano.
Davina Moreau, una profesora por pasión e investigadora de profesión, era una Montcuquois que, orgullosa de sus logros, se tomaba muy en serio su papel de enseñanza. No soportaba los vagos ni los tontos, y a pesar de que le encantaba dar clases y amaba su profesión, su paciencia era demasiado corta. Davina Moreau, licenciada en biología, con maestría en biología marina, llegó al Collège Molière a principios de junio, una semana después de que la profesora Englatine tuviera que despedirse -con inmenso dolor eso sí- de su preciada institución, para seguir los pasos de su esposo hacia Narbona, una ciudad y comuna ubicada en el departamento de Aude que, de quedarse, la separaría por 800 km y casi ocho horas de su compañero de vida; fue una decisión complicadísima para ella, incluso para la institución, pues fue a mes y medio de acabar el año académico. Y por eso, en pocas palabras, la profesora Davina no me conocía de nada, y no importaron las infinitas intervenciones de sus colegas, su necedad era una de sus mayores características, por no decir defectos.
Recuerdo que, por sus primeros días, sufrió como no pensé que un profesor de secundaria pudiera sufrir. Yo me esforzaba por no dormirme en clase, por tomar nota de cada una de las lecciones -aun cuando no lo necesitaba para nada: uno de mis dones (o maldiciones, aún no me definía) era tener memoria fotográfica-, por participar, pero, a la larga, siempre terminaba dormida. Mi sueño dejaba bien parados a los vagos del colegio, o sea, ¡con eso se dice todo!
-Es una vaga- decía a sus colegas, desesperada.
Cuando los demás maestros entraban a interceder por mí y le explicaban de mi inteligencia, argüía que se trataba de un motín contra ella, que yo era malvada y los había engañado a todos, o que estaba en contra suya por el hecho de ser nueva en la escuela, o por mis raíces latinas, una bruta más, una indígena que buscaba ser conquistada. En definitiva, no sabía qué le pasaba a esa mujer que estaba en -la que dicen las grandes- la mejor de las épocas de una fémina, pero que no me quería, ¡no me quería nada!
Davina Moreau, con cuerpo de joven y alma de vieja, de 30 años, seguía empeñada en afirmar que «si bien la extranjera tiene talento, se comporta como una mocosa mimada a la que nada le importa más que hacer el vago y dormir en mis clases, ¿será ese el problema de los extranjeros? ¿A qué vendrán a nuestro país entonces?». Ya la había escuchado muchas veces antes, y no me ofendía; ya sabía que la arrogancia podía ser una característica muy grande en algunos en ese país; aunque a ella le pareciera difícil de creer, en los países tercermundistas también se encontraba mucho genio regado, sólo que había tanto ladrón mandando en altos rangos, opacando el brillo que deberíamos tener, que no nos queda más que escapar a lugares donde sí pudiéramos brillar, para luego, quizá, volver y retornar a la patria algo de todo lo bueno que habíamos acumulado en otro lugar.
Yo ya había recitado mi explicación muchas veces antes, con ciertos toques de humor en la voz -a ver si la hacía reír al menos-, pero no lograba más que desesperar y decepcionar más a la profesora que, convencida de estar escuchando una sarta de mentiras, gritaba cada vez más alto.
Ella no lo sabía tampoco, pero yo amaba las ciencias, soñaba con estudiar física pura y cuántica o cualquier cosa que me permitiera alimentar esa hambre de conocimiento en mi cabeza; encontrar algo que nadie haya imaginado jamás; explicar algo que a nadie nunca antes se le ocurrió pensar, o hallar la respuesta a aquello que viví, aquello que me salvó. Ella no sabía cuánto soñaba yo con ser importante, poder ayudar, descubrir, ¡crear! Pero claro, ella no lo sabía, para nada, y tampoco le interesaba... supiera cuánto quería aprender de todo, cuánto amaba estudiar, leer, sumergirme en artículos, en teorías y en las biografías de quienes planteaban esas teorías... me encantaba hacer de todo -con los límites del psiquiatra, claro-, pero no con sol. No era culpa suya ni mía, pero la profesora Davina, sin saberlo, había llegado en mi peor época del año: el verano.
El timbre de salida sonó y me salvó del discurso que ya bien conocía de parte de mi amada profesora Davina. La pobre profesora se frotó la cien, respiró hondo y se resignó una vez más, mientras hacía malabares sobre sus tacones de rascacielos.
-Largo -dijo exasperada.
Salí del salón hecha un lío, con el nivel de energía en mínimo, y casi que me arrastré a casa; la bicicleta requería más energía de la que tenía por esas épocas, tal vez lo mejor era empezar a viajar en bus.
El calor era detestable, pero no el sol. Élsiempre sería hermoso, sobre todo si pasaba a través de las ramas y me saludabacomo siempre solía hacerlo: un bello Komorebi.
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Bitácora de Alma: Komorebi
RomanceA simple vista, la vida de Alma Noa Villa, una colombiana radicada en Colmar, pareciera ser perfecta y despreocupada. Inteligente, conocida por todos, pero amiga de nadie, goza su soledad, y la disfruta siempre bajo su árbol. No obstante, nadie sab...