El sol se alzaba en el cielo más fuerte y sofocante que nunca. El termómetro marcaba los 29 grados centígrados que, con las cero nubosidades del lugar y la alta humedad del aire, parecían ser unos 33. El cuerpo me pesaba con cada paso, la camisa se me empapaba de sudor pareciendo, cada vez más, la nueva sangre de mi cuerpo. Era temporada alta en el pueblo y este estaba repleto de turistas y poses para fotografías; chocaba con cada uno de ellos, me estrellaba tanto que mi carrera se veía interrumpida con cada estampida encontrada en la dirección opuesta a mi casa, haciéndome llenar de temor, de miedo; sí me alcanzaba...
Debía correr y encontrar un escondite o un lugar que me sirviera como tal, donde mi padrastro no pudiera golpearme más. El sol me picaba el cuero, me encandelillaba, me cegaba, y con las piernas adoloridas de la paliza del día anterior, varias veces me tropecé, grabándome uno que otro raspón en la piel. Dolía, mi cuerpo dolía con cada movimiento, pero si me detenía, nada terminarían bien. En cambio, si corría, si no me detenía, mi esfuerzo al final superaría al suyo, y para la noche, cuando ya estuviera durmiendo la borrachera, podría volver con la única familia que me quedaba, sin arriesgarme a recibir una paliza y vomitar sangre una vez más.
Yo, Ezra Babineaux, sin padre ni madre, me veía obligado a vivir bajo la custodia del que un día esperé, fuera un bien y no un mal. Gwenaëlle, mi madre, fue, con gran pesar, una mujer débil que siempre buscó su vida en la de los demás, segura de que para vivir correctamente necesitaba apoyar a alguien más, ser un medio de éxito y compañía para otra vida; ella estaba convencida de que estaría bien, siempre y cuando tuviera a alguien a su lado. De cierta manera, Gwenaëlle era consciente de su personalidad, muchas veces, autodestructiva, solo que prefería ignorarlo y encargarse al destino y al azar. Un ser así no tendría que siquiera, imaginarse teniendo hijos. No debería, y, aun así, tuvo tres: Yo, el mayor, de 17 años, Hervé el del medio, de 15 años, y Jeannot, el menor, de 8 años; tres hombres, pero demasiado pequeños para lo que debíamos vivir, callar y soportar desde hacía un año, cuando nuestra madre murió y dejó de ser el foco de la mayoría del mal trato, las barbaries que Gauthier, nuestro padrastro, tenía para dar.
Damien Babineaux, nuestro verdadero padre, murió de un cáncer de pulmón cuando teníamos solo 13, 11 y 4 años respectivamente. Él, muy contrario a su remplazo, era un padre ejemplar, responsable que no paraba de llenarnos de todo el amor que merecíamos recibir, al punto de llegar a malcriarnos, haciéndonos pensar que éramos los niños más afortunados del mundo.
Sin embargo, tenía un terrible vicio, y fue ese mismo el que lo llevó a la tumba a temprana edad: el cigarrillo. Tres cajas al día desde los 15 años dejaron poco a poco un bosquejo de enfermedad, que terminó en una horrible tos y un cáncer de pulmón tan grave que casi ni podía respirar.
Ese había sido su único mal.
Papá murió diez días después del cumpleaños número cuarenta de mi mamá; de cierta manera, siempre la entendí, porque pasar ese cumpleaños en el hospital con el hombre que amaba conectado a cables y máquinas que le ayudaban a respirar, y medicamentos que lo mantenían sedado para que no sufriera, no debió ser nada fácil, y menos para mamá, que era tan frágil; ella se sintió morir con él, eso lo tuve claro toda la vida, porque desde entonces jamás volvió a ser la misma. Lloró por días, y esos días se convirtieron en meses; el llanto hizo que nosotros quedáramos en el olvido, en un rincón abandonado donde ella nunca volteaba a ver.
Fue desde ese momento que empezaron los tiempos difíciles para nosotros, porque yo tuve que asumir el rol de papá, y tuve que aprender a criar a mis hermanos, cuidar de mamá, aprender a cocinar, limpiar y todo lo demás, sin ayuda de nadie; por ratos mi mamá tenía momentos de lucidez y era cuando me daba dinero o nos cocinaba algo ligero, pero no demoraba mucho tiempo así, siempre volvía a caer, y lloraba mares nuevamente hasta caer dormida, porque todo le recordaba a papá, y más nuestras caras. Esa era nuestra rutina. Pero ella estaba rota, sola en el mundo; su equilibrio mental pendía de un hilo cada vez más delgado, estaba muerta en vida. Allí entendí que ella no podía seguir sola o la vería terminar muerta de tristeza o sedada en un manicomio. Y ella también lo entendió. Fue así como un día se levantó, cansada de tanto llorar, y empezó a arreglarse, a salir y a tener citas, amoríos de una noche, cosas ligeras que le devolvían un poco de la vida que había perdido desde la muerte de papá; estaba en la capital del amor, nada era imposible, y los amantes caían del cielo.
Fue de esa manera en que nuestro verdugo llegó a nuestra vida, y aunque mamá ya tenía una vida horrible, pareció no tener suficiente, y resultó escogiendo al primero que le prometió estabilidad y tiempo tras unos besos llenos de mentira, para que él pudiera empeorarla aún más. Así apareció Gauthier Belrose en nuestras vidas.
Y era de ese verdugo del que yo escapaba.
Gauthier no era necesariamente malo, pero, por supuesto, no era esencialmente bueno; solo era un alma desgraciada, triste, solitaria, que al igual que nuestra madre tenía algo dañado desde siempre en el alma, en el pecho y en la cabeza; le dolía vivir rodeado de todo lo que él consideraba crueldad e incomprensión, siempre preguntándose qué había hecho tan mal en la vida para merecer su desgracia; él siempre era la víctima, siempre, y no entendía por qué nadie más entendía su desgracia. El daño seguramente era por su niñez, su crianza, o, tal vez, algo más reciente, nadie lo sabía. Lo único seguro era que nunca se había recuperado de ello, y, no contento con dañar su vida, dañaba la de los demás —en este caso, la nuestra—, buscando heredar su dolor. Cuando empezamos a vivir juntos, Gauthier era muy diferente de lo que ahora era; estaba lejos de sentirse como papá, pero mamá, por lo menos, volvía a parecer una persona viva, sonriendo, hablando, levantándose temprano a hacer sus desayunos y cuidar de su familia como antaño. Llevábamos 7 meses exactos viviendo juntos en París bajo unas pequeñas, pero estrictas, reglas de ruido y convivencia de parte de nuestro padrastro, todo funcionando relativamente bien, cuando Gauthier propuso la mudanza, y mamá, ausente de cualquier voluntad, como siempre, aceptó. En ese momento pensamos que nada podía ser peor que esa vida que llevábamos, pero nos equivocamos. Con la llegada a Colmar, el que era ahora nuestro "hogar" —que prometía ser buena y productiva—, Gauthier comenzó a cambiar, primero de a pocos, y luego de a muchos. Tal vez fue la mudanza, el pueblo, que más grande que un pueblo normal, pero mucho más pequeño que París, prometía muchas buenas cosas; o; tal vez fue la casa colonial, el silencio de las calles, o la tranquilidad que se respiraba; nunca lo supimos, solo pudimos ser testigos de cómo solo dos semanas y media después de nuestra llegada, nuestro padrastro comenzaba a salir en las noches desapareciendo hasta altas horas de la madrugada, para volver completamente ebrio. Gwenaëlle, nuestra madre, tan sumisa como era, no decía nada al principio, pero cuando se volvió recurrente y "normal" empezó a hacer reclamos, a pedir y exigir explicaciones —siempre de la manera más educada que podía—. Fue así como una noche se ganó su primer golpe, hasta que eso, noche tras noche, se fue construyendo en nuestra nueva realidad.
ESTÁS LEYENDO
Bitácora de Alma: Komorebi
RomanceA simple vista, la vida de Alma Noa Villa, una colombiana radicada en Colmar, pareciera ser perfecta y despreocupada. Inteligente, conocida por todos, pero amiga de nadie, goza su soledad, y la disfruta siempre bajo su árbol. No obstante, nadie sab...