14. Una corta y dolorosa ilusión

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Mi pecho ardió en furia en respuesta a la mirada descarada y la sonrisa victoriosa que mi contrario me dedicaba. Sin controlar mi fuerza, llevado completamente por la ira, estrujé las mejillas de Paul que aún seguían entre mis manos, buscando contenerme de no salir y cazar una pelea que estaba perdida desde antes de que se iniciase. Un pequeño bufido salió de mis labios al ver que mi adversario se daba la vuelta y caminaba hacia la salida, con todo un plan armado en la mente, sin borrar en ningún momento la sonrisa triunfal y socarrona que tenía en el rostro. Deseé morir allí mismo; de sólo pensar en lo que debía enfrentar de ahora en adelante, me entraban ganas de cambiar de ciudad.

—¡Maldito idiota! —solté, furioso.

Paul se crispó en reacción al grito y me recordó que él aún seguía ahí.

—Oh, Paul, perdón —le solté el rostro—, no quería asustarte.

Paul, con el miedo pintado en el rostro y el terror inmovilizándolo, fue incapaz de pronunciar palabra. Se le notaba el terror que tenía, y supe entonces, que él no tenía idea de qué iba a hacer, sabía perfectamente lo que significaba meterse con Clement Faucheux, ese deportista socarrón, pedante que hacía lo que le daba la gana, y él, un chico pequeño, sin mayor característica que sus ojos, no tenía mucho que hacer contra él. Tenía miedo.

Así que decidí que debía hacer algo para remediar todo, al fin y al cabo, había sido mi culpa.

—Paul —llamé— ¡Eh, Paul! Tranquilo, no pasará nada —mentí—, yo me encargaré de todo. No te preocupes.

—Nos ha visto —empezó a llorar—, mis padres... mis padres van a matarme, ¿lo entiendes? ¡Me matarán! Ellos son homofóbicos.

Sus palabras me calaron con más fuerza; sabía lo que podíamos vivir, el rechazo que podíamos generar en las personas, como si fuéramos un virus. Supe entonces, que no importaba qué, iba a arreglar la situación, sin importar lo que tuviera que hacer para lograrlo.

—Nadie se enterará de nada. Tranquilo —subí mi mano hasta el rostro de Paul y limpié sus lágrimas—, yo me encargaré de todo; tú quédate aquí hasta que te calmes. Yo... yo voy a asegurarme de que no diga nada, ¿sí? Cálmate, por Dios, todo quería menos que esto terminara así de mal.

—Aymé...

—Te lo prometo. Pero tú tienes que prometerme algo. No me hables en la escuela, no debes hacerlo, o todos nos descubrirán. Además, no puedes contarle esto a nadie, ¿me entiendes? A nadie —dije. Sabía que él lo tenía claro desde antes de entrar en aquel cubículo, que después de ese beso nada más pasaría, que esa era la primera y la última vez que nos besaríamos, pero también sabía el chico enamoradizo que podía ser; las miradas nunca mienten, y la suya era cristalina.

En los ojos de Paul se reflejó un dolor punzante, que crecía con cada acción o palabra mía allí; debido a mi rabia y frustración había sonado más desligado de la situación de lo que me hubiera gustado, sonaba desesperado y vacío, y sabía que eso había hecho que le doliera aún más el pecho. Sabía que le gustaba, se le notaba. Y por eso también sabía que nuestra estúpida naturaleza humana siempre nos llevaba a guardar esperanzas tontas en el corazón, ilusiones de un futuro feliz, de una conexión extraña tras un suceso determinado. Ilusiones. Deseos. Fantasías. Eran eso, y aun así decidió entrar al baño conmigo.

Pero saberlo no lo hacía más fácil.

Quise ser más atento, más caballero, que era lo que me caracterizaba, pero con los sentimientos revueltos que tenía dentro de mí no lo logré. Así que me rendí y simplemente insistí en mi súplica.

—¿Paul? —Le llamé, reuniendo toda la calma que no tenía, manteniendo, al menos, un poco más mi imagen de caballero— Paul, me tengo que ir, tengo que buscar al bas- a Clement, así que, por favor, ¡por favor, promételo!, promete que fingirás no conocerme. Te doy mi palabra de que todo estará bien, que te salvaré y arreglaré todo este caos, te lo prometo.

La cabeza de Paul se movió en una afirmación. Sus labios no se despegaron, pues, si lo hacía, su tristeza no tendría más remedio que salir e inundar el ambiente como lo haría un diluvio, buscando que alguien entendiera toda su frustración y dolor. Pude notarlo, reparar en que aguantó frente a mí, pero sabía, sin embargo, que lloraría sin poder parar durante horas.

—Gracias.

En ese momento tomé su rostro, limpié sus lágrimas y por última vez le di un beso casto en sus temblorosos labios, deteniéndome un poco, para que tuviera, al menos, un último recuerdo.

—Todo estará bien, tranquilo. Y... lo siento mucho, de verdad.

Entonces salí corriendo por la puerta, escaleras abajo, dejando a Paul con el pecho roto por ese último beso y las palabras desprovistas de cualquier sentimiento fraternal o amoroso que yo pudiera tener hacia él.

Luego me enteré y quise buscarle para disculparme una vez más, pero eso era agrandar el problema, de que Paul no asistió a clase las dos horas siguientes. Se dejó caer y lloró hasta que estuvo seco y sus esperanzas de amor lo abandonaron por completo.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora