14. Méderic Abadie Parte 1

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Anécdotas de una Bestia,

corrupción,

dolor,

sensación de amor.

Con mentira observa,

con culpa calla

y se avergüenza.

Respirar le falta,

componer le alivia,

y, entre letras

se pregunta si

la Bestia podrá

besar a su princesa

algún día, quizá.

Méderic Abadie

Bajé a desayunar con la ropa desordenada, a medio vestir, y el pelo empapado, goteando sobre el piso impecable de la cocina. Saludé a papá de beso en la boca, como solía ser antes de todo, igual a mamá, que cantaba, como cada mañana, mientras terminaba de servir el desayuno, en medio del humo que salía de la olleta con leche para el café. Elora llegó dos segundos después completamente arreglada, y repitió mi ritual. Aún si parecía algo grosero, no me saludó, porque, sencillamente, los dos ya habíamos tenido nuestro encuentro. Sin embargo, sí me sonrió, tan brillante como siempre.

El sol se derretía por las cornisas, tan líquido que alcanzaba las praderas y solares e inundaba las casas. Por primera vez en semanas, todo pareció retomar su curso. Aquella mañana el veneno que me rebosaba las venas y el alma me abandonó por unas horas; me permití, por un momento, volver a sentir a mi familia sin necesidad de sentirme sucio y rastrero. Mamá había prendido el aire acondicionado para refrescarnos, justificado por las gotas de sudor que comenzaban a bajar, resbaladas, por nuestras pieles. Papá, como siempre, había aprovechado uno de los descuidos de mi madre, y sin más, se había levantado a colmarla de besos y abrazos desde la espalda. Verlos a veces resultaba embarazoso, la cursilería que profesaban sus acciones avergonzaba o envidiaba hasta a los ajenos a nuestra vida, y es que a veces resultaba idílico el hecho que alguien pudiera amar de esa manera. Mis padres eran la personificación del amor, de la pureza, y de la felicidad. En cualquier otra ocasión, yo habría asegurado que cosas como esa, a esas alturas de la vida, no eran posibles ni en la imaginación, sin embargo, ahí estaban mis padres, tan enamorados como el primer día, tan felices como se prometieron ser en el altar. Su amor, además de recordarme las certezas de la vida, me apuñalaba con la seguridad y legalidad de una norma, y me recordaba que jamás se me permitiría vivir algo remotamente parecido. Y por eso dolía verlos, por eso evitaba estar en casa, y por Elora, por supuesto. La paz se esfumó con mi último bocado de pan y café, el brillo que parecía colmar cada rincón se extinguió, y de repente todo se llenó de tinieblas nuevamente, las mismas que, crueles y sinceras como un cerebro, se negaron a permitirme un poco más de esa tranquilidad que tanto me hacía falta.

Alma llegó cuando la mesa aún portaba la evidencia de nuestro festín mañanero, y mi padre se acariciaba la innegable barriga cervecera que había criado sin falta cada viernes. El timbre sonó. Me levanté de un salto de la mesa, feliz por la rara casualidad, pensando en agradecer a Aymé, quién creí sería el primero en llegar, pues a Alma la había citado hasta mucho tiempo después. Al abrir la puerta me encontré con un rostro femenino ausente de astucia o cualquier alegría; Alma, quien siempre mostraba una actitud tranquila, segura y valiente, esta vez, tenía los ojos ligeramente hinchados, y esbozaba una sonrisa de medio lado completamente forzada. La tomé del rostro con ambas manos y abandoné un beso en cada mejilla a modo de saludo antes de preguntarle qué sucedía. Elora apareció detrás.

—¿Qué te pasa? —pregunté. Bajé mis manos hasta tenerlas de nuevo a mis costados— Tienes cara de muerta.

—Perdón por llegar antes —se disculpó—, no sabía a dónde ir —me dio un golpecito en el pecho—. Nada, Bestia, tu tranquilo —me sonrió medio triste—. Hola Florecita.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora