20. Alma Noa Villa - Parte 2

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Me pasé el brazo por la cara y me tapé los ojos con él. Me callé un segundo, calmada, llorando en silencio antes de continuar hablando.

»En algún punto, me desmayé. Cuando desperté, estaba en el hospital, y, por alguna razón que nadie comprendía, yo no recordaba nada, nada de ese día; desperté pensando que esa mañana saldríamos a jugar todos, que Sami estaba durmiendo en mi casa, y que yo simplemente tenía que ir a buscarlo a la sala, donde estaba siempre que yo me levantaba tarde, viendo televisión, o recibiendo mimos de mi madre. Pero no. Estaba en el hospital, con un oxímetro en mi dedo, un monitor de signos, y oxígeno. No entendía nada. Comencé a alterarme, al punto que tuvieron que ponerme un tranquilizante. Cuando volví a despertar, mis padres ya sabían que tenía estrés post traumático, y, según el médico, mi olvido era una protección de mi mente, una manera de mantenerme cuerda. Los médicos explicaron a mis padres que podía ser permanente, o que, por el contrario, podría recuperar todos mis recuerdos de golpe y causarme un daño aún peor. Por lo que, con toda su sapiencia, aconsejaron mantener la muerte de Sami en secreto, por ese día al menos, mientras el psiquiatra y los médicos se hacían cargo del caso. Cuando desperté, solo atinaron a decirme que no iría al parque ese día, que se cancelaría porque Sami y yo estábamos enfermos por algo que habíamos comido.

»El psicólogo infantil se adueñó del caso de inmediato rápidamente, porque incluso la policía estaba solicitando hablar conmigo para intentar hallar respuestas a lo que me sucedía —suspiré—. Para ahorrarles toda esa cháchara, al final, logró prepararme lo suficiente para asistir al funeral de Sami. Les diré que me rompió el alma, que lloré y grité tanto como pude, pues no lo podía creer. Me dijeron que había muerto de la enfermedad que nos atenazaba a ambos, pero no era cierto, yo no estaba enferma, sólo quería a mi primo, a mi hermano, a mi mejor amigo de vuelta. Me dijeron todo de una manera tal que yo no lo asimilara con los sucesos ya ocurridos, para así mantener mis recuerdos perdidos, prisioneros del olvido, tal y como estaban, a la espera del adecuado tratamiento. Tomaron, eso sí, una apuesta arriesgada, pues no sabían si el solo hecho de escuchar sobre su muerte, haría que mis recuerdos volvieran. No pasó; mi bloqueo era muy grande; el shock de su muerte era mayor del que habían considerado.

»Al final, fui capaz de asistir a su entierro. Seguí sin creer nada, sin asimilar la idea. No lloré nunca, por lo menos, no mientras estuvimos en la funeraria; parecía un cascarón vacío, muerto; mis papás se vieron obligados a llevar al psicólogo y una enfermera en dado caso de emergencia; recuerdo escucharlos decir que mi bloqueo era muy severo, que había que manejar todo con cuidado. Pero entonces, en el cementerio, justo frente al agujero del suelo en el que abandonarían al que era mi único hermano, pedí verle. Se negaron, por supuesto, pero poco a poco empecé a enloquecer. Accedieron entonces, a dejarme verlo por última vez. ¡Dios! Aún recuerdo su rostro, lívido, inerte, ajeno a él, a su esencia, cubierto de capas y capas de maquillaje para esconder sus heridas y moretones. Empecé a gritar que ese no era Sami, que ese no era él; luego, tan alterada como me encontraba, empecé a llorar, a intentar lanzarme al agujero para estar con él. Tenía 7 años, ¡siete! El médico y la enfermera tuvieron que inyectarme un tranquilizante. La cara de todos los asistentes reflejaba lástima. Ese fue el segundo peor día de mi vida.

»Cuando desperté, estaba en mi casa, llorando en sueños. Ni siquiera pude estar presente todo el entierro.

»Con los años, seguí viendo regularmente al psiquíatra; me hacía la misma terapia todos los días, a mi parecer, pero, por alguna razón, cada vez, mis visitas a su consultorio fueron menos frecuente. Después del entierro de Sami, mis tíos desaparecieron de nuestras vidas, sin dejar un mensaje ni nada atrás; nadie supo lo qué les sucedió; su casa, sus pertenencias, y demás, desaparecieron o cambiaron de dueño, y nadie se percató de absolutamente nada, porque, tan sumidos estábamos en nuestro dolor y en la eclosión de mi infortunio, que no supimos que se habían ido, sino hasta casi un mes después, cuando mis papás al fin tuvieron algún espacio en su cabeza para algo diferente que no fuera yo.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora