38. Walirü - Parte 1

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Alma estaba llegando a La Cream horas después con ropa diferente puesta, y el cabello aún algo mojado y despeinado, acompañada de Méderic que también llevaba ropa diferente y le pasaba el brazo por el hombro, pegándola a él, hablándole algo que yo no podía escuchar; unidos de una manera especial, única. Pensé en el beso que le vi darle, en cómo lo repitió y en las mil veces que se echó a llorar en sus brazos horas antes, y en cómo ahora caminaba más liberado, tranquilo, respirando con normalidad, no como si le pesara hasta el aire; Méderic era muy afortunado de haberla encontrado en su vida.

Yo los veía desde el otro lado de la calle, desde un restaurante, tan camuflado como podía, conteniéndome para no ir a recuperar a Alma para mí, o de ir a restregarle la boca a Méderic por haber dado un beso que no podía ni debía dar; pero, lo cierto era que Alma era especial, era diferente y captaba las cosas de manera única, incluidos los besos... y yo la conocía, mejor que ella misma muchas veces, y eso nadie me lo podía quitar. Y por eso Méderic podía quedarse con ese par de besos y no morir por ello.

Aunque quería levantarme e ir hacia ellos, no podía hacerlo; no podía ir y arrebatar de los brazos de Méderic a Alma, porque, para empezar, Alma la última vez había llorado en mis brazos desconsolada, rompiéndome el corazón de mil maneras, y había corrido de mi vista, rota, dejándome impotente allí, de pie; yo sabía cómo ayudarla, pero no podía hacerlo, no en ese momento al menos; si yo iba y la alcanzaba y la sacaba debajo del brazo de Méderic, ella, seguramente, volvería a correr de mí. Y otra, porque Méderic aún no debía conocerme; aunque ya habíamos estado en el mismo lugar y al mismo tiempo varias veces, nunca se había fijado en mí; aún era pronto para que empezara a reconocerme.

Todo era muy difícil, era complicado y debía hacerse con una sincronicidad propia de un mecanismo, funcionar cual engranaje; no podía fallar, o nadie sabría lo que pasaría. Para que yo estuviera allí, habían pasado muchas cosas, incluso habíamos tenido que cruzar muchas historias, y determinar en qué momento era correcto todo; aunque, eso sí, una gran parte quedaba al azar, y era justamente esa la que más complicada era. No podía echarlo a perder, no podía dejar que mis deseos primaran sobre nada, todo debía ser para nuestro mayor bien, ese bien colectivo que abarcaba a la humanidad entera, o, bueno, la involucraría, en un futuro.

Yo seguía sin comprender del todo la mente de mi esposa —nunca la comprendería, la verdad, su mente brillaba con luz propia, era única—, pero ahí seguía, cumpliendo sus planes, ayudándola con cada locura que se le ocurría, porque sabía que su propósito en el mundo era uno maravilloso y poderoso. Bajo su guía, yo había logrado mil cosas, había alcanzado mil otras, y, con ella a mi lado, era mejor persona, mejor humano, mejor en todo lo que me proponía. Yo, a ella le debía todo, era el gran amor de mi vida —aunque me regañara por decir eso—, uno que había tenido la dicha de encontrar y hacía parte de mi vida misma. En su mentecita loca, había planes que aún no comprendía, pero yo los seguía a ojo cerrado, sin miedo, y con total convicción; no había razón para temer, no de ella, al menos.

Uno de esos planes era hablar con Alma, guiarla para que encontrara su camino y que no se perdiera o se desviara, porque su futuro era brillante. Tenía un nuevo mensaje para ella:

«Debes visitar una iglesia».

No más, nada más. No sabía la iglesia, ni el día, ni la hora, ¡nada! Sólo sabía que allí conocería a alguien de vital importancia para ella, que le abriría los ojos de una manera diferente, y que yo debía entregar ese mensaje con aquella astucia que solía dejar salir cada vez que hablaba con ella; convencerla, como diera lugar, o, al menos, dejarle la semilla sembrada, para que así fuera por mera curiosidad, me hiciera caso. Yo sabía cosas, muchas más que ellos, claro, muchas más que Alma, pero también había otras tantas que no. Eso era difícil.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora