34. Alma Noa Villa - Parte 2

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Le conté a Ezra lo mismo que le había contado a Elora y a Méderic sobre Sami, su muerte, mi caída, mi intento de suicidio, y mi depresión severa, sin echarme a llorar del todo, pues mis días pasados habían sacado de mí una gran porción de frustración y dolor, dándome cuenta a la vez que entre más lo contaba, más fácil de contar era; lo sorteé sólo con la voz temblorosa, cortada y rota. No quise mirarlo mucho, para poder concentrarme en no llorar, pero pude notar que pasaba saliva, apretaba la mandíbula y se mordía los labios; sus ojos, no quise ver sus ojos, pero casi supe que mirada tenía, tan destrozada como la mía. Me tomó la mano, dándome fuerza para poder hablar, pero no me interrumpió en ningún momento, sólo me llenó de valentía, de ese toque magnético que había aprendido que él me transmitía.

A Ezra, sin embargo, le expliqué cómo en medio de ese desastre había descubierto allí los besos, y como había aprendido a perderme en ellos; cómo había tenido novios en un intento de distraerme de todo ese caos que era mi vida, y cómo había fracasado en el intento, como mis padres, desesperados por mantenerme viva, habían optado por mudarse al otro extremo del mundo, y cómo mi vida estaba en pausa desde entonces, porque yo siempre andaba sobre un campo minado. Le expliqué que era muy inteligente, que mi IQ era un poquito superior al de Einstein, y nadie lo sabía, que no tenía permitido llegar a la universidad hasta que acabara el colegio como debía ser, para poder mantener la frágil estabilidad que había logrado tener en mi mente, y que aún veía a la psiquiatra de vez en cuando, pero que mi cura real la había encontrado en el sol, en un halo de espiritualidad que yo me negaba a aceptar completamente por mi naturaleza científica, pero que era tan real como él o como yo. Le conté cómo todo eso me había llevado a irme reinventando, para mezclar la ciencia con el espíritu, con lo que era Dios para mí, y, por ende, Sami.

En ese momento me detuve, para verlo al fin, y ver cómo llevaba todo aquello. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero mi malteada ya estaba derretida a la mitad, sin probar, igual que su jugo.

Lo encontré con los ojos encharcados. Su mano apretaba la mía con dulzura, queriendo transmitirme seguridad y apoyo.

—¿Estás bien? —pregunté, preocupada.

—¿Estás bien tú? —me devolvió la pregunta, sinceramente preocupado.

—Lo estoy —respondí—. Gracias por escucharme.

—Gracias a ti por contarme.

Negué con la cabeza.

—Te dije que quería iniciar las cosas bien —recordé—, y eso significa que debo contarte todo de mí, al menos todo lo necesario para que me entiendas.

Ezra se atrevió entonces a entrelazar nuestros dedos, sobresaltándome. Él, colorado por el tacto y las sensaciones que este nos producía, se mordió las mejillas y me dijo:

—Cuéntame más —pidió.

—Bueno, todo esto que te acabo de contar, se lo conté a Méderic y a Elora esos días en los que estuve perdida, ese mes en que no vine. A veces tengo recaídas, y soy un deshecho completo, no hay antidepresivo que me sirva, por lo que opté por sufrir y llorar hasta que me quedo vacía y puedo volver a la normalidad.

La mano de Ezra apretó más la mía, pero, de nuevo, no me interrumpió. Me veía y escuchaba, atentamente.

Yo me detuve un poco, abrasada por las sensaciones que me estaba produciendo su toque, buscando en lo recóndito de mi mente cualquier ecuación que pudiera distraerme de todo aquello, para no levantarme y plantarle el beso que había querido darle desde el primer día. Al ver que me callé, me habló.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien? —preguntó.

—Oh, sí, de maravilla... sólo controlo mis hormonas, si no, no respondo de mí.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora