24. Clement Faucheux

6 4 0
                                    

 Aymé se las arreglaba para sorprenderme, enojarme, sacarme de quicio y hacerme enfurecer hasta querer romper todo lo que tenía alrededor. Pero, por, sobre todo, se las arreglaba para inyectarme dosis de paz tan poderosas y esperanzadoras, algo que no llegué a imaginar o creer merecer nunca, haciéndome replantearme todo, y a la vez, encontrarme pensando en lo que pasaría el día en que nuestra relación llegara a su fin; ¿qué pasaría conmigo entonces? ¿Qué pasaría con ese "Clement" que yo estaba aprendiendo a encontrar dentro de mí? Y, más importante aún, ¿qué pasaría con Aymé, y la amistad que quería de él?

Zoe volvió del baño y nos encontró dándonos empujones. La pobre llegó corriendo al carro, pensando que estaríamos peleando, pero nos encontró muertos de la risa, en medio de una de esas extrañas dosis de paz y diversión que lograba conseguir de su parte. Zoe abrió la puerta de Aymé y se quedó viéndonos a los ojos, asustada inicialmente, pero luego fue aliviándose.

—¡Mocosos! Pensé que se estaban golpeando otra vez.

Aymé soltó una carcajada antes de disculparse y enderezarse en la silla.

—Lo sentimos. No es nada de eso, en realidad estábamos matando el tiempo mientras volvía...

—...nuestra carcelera —completé yo, soltando una risita.

Zoe me vio a los ojos, entrecerrándolos, clavándolos como dagas en mi pecho.

—Mocoso astuto... —me dijo.

Solté una carcajada y me apunté el cinturón antes de volver a hablarle.

—¿Y entonces? ¿Nos vamos ya o no?

Siguiendo la guerra de miradas se mantuvo ahí de pie unos segundos más, dejándome claro quién llevaba el control. Luego se dio la vuelta, abrió la puerta del conductor y mientras se subía al auto me dijo:

—Comienzas a caerme bien, mocoso.

Aymé a mi lado soltó una risita, pero no dijo nada. Zoe arrancó el auto, no sin antes poner música, y empezó a manejar hasta alcanzar la avenida Georges Clemenceau que nos llevaría hacia la Rute des 5 Châteaux donde estaba uno de los castillos que queríamos visitar, el . Zoe tarareaba la tonada que salía de las bocinas, pero no cantaba nada en específico, ni decía nada; dejó las ventanas del carro abiertas, para que la brisa nos ayudara a refrescarnos del calor del verano que aún nos atenazaba, por lo que el ruido exterior enmudecía nuestros mismos ruidos; si hablábamos desde atrás en un tono bajo, no se escuchaba adelante.

En el camino pasamos frente a la casa de Aymé junto a la estación de trenes, donde alguna vez lo llevé ebrio y me entregaron una de las muestras de amor más grandes de mi corta pero mísera existencia. Volteé a verle, recordando todo, y lo encontré viéndome también, de reojo. Sorprendido, arrugué el ceño y le pregunté qué sucedía:

—¿Sabes, Clement? Mis papás me han preguntado por ti —dijo, viendo hacia afuera, queriendo hacer más sencillo y menos embarazoso el momento— ¿Qué te parece si vas a mi casa un fin de semana? —propuso— Y te quedas a dormir. Claro, si tú quieres, bueno, como sea, para que saludes a mis papás.

Me quedé de piedra ante su proposición, y no porque me disgustara sino porque él, por cuenta propia, estaba invitándome a su espacio, a su dominio, y ese no era un paso cualquiera —no si se tenía en cuenta nuestra relación—; si bien el cómo había iniciado esta había sufrido una transformación total, aún había peleas y riñas verbales que nos sacaban de quicio.

Al notar que no respondía, giró su rostro y me encontró viéndole con los ojos abiertos como dos platos. Arrugó el ceño y antes de volver a girarse me dijo:

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora