18. Mucho gusto, Zoe

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Los tacones de Zoe resonaban en los pasillos con el eco natural del lugar. Caminaba lentamente, casi contando los centímetros y los pasos evitando llegar a la dirección. Algo en su ser, soportado por el peso del pasado y los recuerdos, le avisaba que sus horas de trabajo se verían aumentadas, o, por lo menos, lo serían sus dolores de cabeza. El director, al escucharla, retomó la sonrisa emocionada que les había dedicado a los dos pobres chicos hacía un momento, cruzó los dedos y esperó pacientemente a que la puerta se abriera. Cuando la cara de la bibliotecaria apareció para él, le pidió cerrar la puerta tras ella, y, sin demora le contó de manera superficial la idea que en él acababa de nacer.

—Nos ahorraremos dos sueldos. Ellos son Aymé y Clement, de ahora en adelante estarán asignados a la biblioteca. Espero sean de gran ayuda.

Maldijo sus pasos hasta allí. Su rostro se arrugó, enfadada con la noticia, evidenciando su disgusto. Estuvo a punto de olvidar que nadie debía enterarse de la relación sanguínea que tenía con la bola de grasa frente a ella, y por poco empezó a discutir con su padre como lo hacía en el pasado cuando aún vivía en su casa, pero se detuvo ante la mirada de los dos estudiantes frente a ella que ahora debía cuidar.

—Señor director —lo llamó Zoe, en un fútil intento de salvarse de lo que acababa de escuchar—, déjeme recordarle que está en la obligación de llamar a los padres y citarles aquí para dialogar, incluso deberían asistir a sesiones con la psicóloga del colegio, para descubrir cuál es el problema real en todo esto.

Zoe, en pocos segundos, había dado la respuesta que debió haber dado el director, e, incluso, había añadido más; ella tenía todo el cerebro que no tenía él.

—Zoe —la llamó él con más autoridad de la necesaria, dejando claro su papel de padre y director—, esta no es una invitación sino una orden, este será un método nuevo, quiero probar qué tan adultos son, ver si es verdad que no todo debe arreglarse con mano dura —respondió el director—. Sin embargo —continuó—, tomaré una de tus sugerencias en cuenta. Tendrán que asistir al psicólogo estudiantil.

Aymé y Clément abrieron la boca para empezar a protestar, pero en cuanto salió el primer grito de sus bocas, el director los calló nuevamente y los amenazó con la visita de sus padres, la suspensión y la matrícula condicional para ambos, haciéndolos callar definitivamente.

Zoe, sintiendo que la rabia le reptaba por el cuerpo hasta alcanzar su razón, respiró hondo, se dejó llenar de nuevo por la certeza de su profesión y, como profesora que era, sonrió atenta y cordial.

—Mucho gusto, muchachos —saludó Zoe—. Será un placer tenerlos en mi palacio —rio—. A ver si lo conocen de una vez por todas, nunca los he visto por allí.

Aymé y Clement, notando la tensión repentina del ambiente, optaron por seguir la sabiduría y su instinto. El silencio reinó hasta que la grasosa voz del hombre frente a sus rotas apariencias volvió a retumbar en la habitación con calefacción.

—Ahora largo —ordenó el director—. Faltarán a las clases restantes de hoy —anunció—. Primero irán a enfermería a curar sus heridas, luego, como ya dije, estarán al completo cuidado de Zoe, hasta la tarde, cerca de las 4:00 p.m, cuando, terminará su jornada. Así será todos los días, hasta que la biblioteca esté lista. Si antes no traían almuerzo, deberán hacerlo a partir de ahora.

Clement abrió los ojos de hito en hito. En su pecho nació una protesta, un grito. Por un momento olvidó el verdadero origen de su ira y la canalizó en alguien más grande. Estuvo por desconectarse, por perder el control, por soltar a viva voz su disgusto, su desaprobación, pero, de un golpe, todo quedó en el olvido. Aymé, tan observador como siempre, notó el sentimiento que empezaba a tomar una forma corpórea y visible ante todos allí, y, rápidamente, soltó una patada suave bajo la mesa para desviar su creación, evitando un castigo aún peor.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora