3. Ezra Babineaux

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Aymé se fue de casa esperando no encontrarse con nuestra pesadilla. Pero, lo cierto fue que Gauthier no volvió a casa esa noche de miércoles.

La nevera de la casa estaba casi vacía, no había nada aparte de unas lonjas de queso y jamón suficientes para la comida de esa noche y la leche para el desayuno. En las gavetas quedaban dos bolsas de granos aparte del arroz, media cubeta de huevos y un poco de pan del día anterior. Además de eso, no había absolutamente nada más.

El martes por la tarde cometí el grandísimo error de llegar tarde. Los lunes o martes eran los días en que Gauthier nos daba algunos euros para nuestra mesada o para el mercado de la semana; eran tan pocos que muchas veces no podía darles dinero a Hervé y Jeannot porque todo lo gastaba en las pocas compras de la casa, sin embargo, siempre me las había arreglado, y hasta el momento, no habíamos aguantado hambre. Debido a mi llegada tarde y a la furia de Gauthier provocada por mi tardanza y su beoda, pedir dinero para la semana, fue imposible. Pensé que sería más que suficiente esperar hasta el día siguiente, el miércoles, portarme bien, evitar enojarlo, tener todo a tiempo y ser más silencioso que el mismo aire, para tal vez, solo tal vez, lograr sacar algo de dinero de su parte. Pero me equivoqué. Gauthier no volvió a casa esa noche; ni la siguiente, o la siguiente. Intenté pensar en una solución y recordé los pequeños ahorros que tenía guardados en la maleta que dejábamos en nuestro cuarto en caso de que tuviéramos que salir a correr en medio de la noche. Pensé entonces que ese dinero podría servirme para el mercado en caso de que Gauthier no volviera por unos días, pero luego recordé la promesa que les hice hacer a mis dos hermanos acerca de no usarlos a menos de que se tratara de una emergencia; y si ellos cumplían, yo debía hacer lo mismo también.

Una semana después, seguíamos solos sin saber nada de Gauthier, rodeados de una extraña paz teñida de temor ante la posibilidad de su repentina aparición. Fue entonces cuando decidí arriesgarme a pasear la ciudad y buscarlo por los bares que, sabía frecuentaba. El miércoles por la tarde le pedí a Hervé que se llevara a Jeannot a casa, explicándole los planes que tenía; si bien estábamos mejor teniéndolo lejos, aquel intento de humano era nuestro guardián; era él quién tenía nuestro dinero, y si queríamos comer y pagar el alquiler, le necesitábamos cerca.

Jeannot era un buen niño —maravilloso, a decir verdad—; a pesar de su corta edad colabora en casa y se portaba tan obediente como podía, llegando incluso a reprimir sus inmensas ganas de jugar, y su casi infinita energía, quedándose calladito, como se esperaba que estuviéramos siempre; pero por más bueno que fuera, seguía siendo un niño, uno que se estaba cansado de comer todos los días lo mismo y cada vez más poco, uno que se cansaba de no poder jugar o reír por estar tan lleno de miedo.

Ese miércoles en el colegio, en el segundo receso, Aymé —mucho más recuperado de sus golpes— insistió en comprarnos algo de comer a los tres, lo más parecido a un almuerzo que se pudiera encontrar en la cafetería, junto con un postre especial para Jeannot. Me dolía ver a mis hermanos tener que soportar una vida como esa, más de lo que me dolían los golpes que siempre recibía, pero me dolía más tener que apoyarme en otros, como Aymé, a causa de mi incapacidad. Odiaba que Aymé gastara su dinero en nosotros; sentía que me aprovechaba de su amistad, y me daba la impresión de que, al aceptar sus regalos, le hacía partícipe de la carga que yo ya soportaba, por lo que evitaba a toda costa su solidaridad para con nosotros. Sin embargo, en días como ese miércoles, su ayuda era lo más parecido a una bendición, a una esperanza en medio del fango en el que sentía, me estaba quedando. Prometí que se lo pagaría en cuanto tuviera el dinero, a pesar de su inmediata negativa. Jean le sonrió de oreja a oreja y le abrazó hasta que se cansó; Hervé, igual de apenado a mí, le dio la mano, y agradeció con el ceño fruncido por su impotencia; yo sonreí y me consolé con la felicidad que se reflejaba en el rostro de mi hermano por poder comer algo diferente a lo poco que había en casa.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora