4. Gran encuentro

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Por la pequeña Venecia encontré un callejón que nunca antes había visto.

Siempre me declaré una persona osada, valiente, que estaba lista para la aventura, pero, si me sentaba a hacer un recuento de mi vida desde los 12, no podía encontrar nada divertido, nada osado, nada valiente; mi vida se había convertido en un campo minado por el que debía caminar con los ojos fijos al suelo y los sentidos despiertos; yo no paraba de caminar con astucia y cuidado para no dañarme ni dañar a nadie con todo aquello; mi vida era una amalgama de monotonía y costumbre.

Una corriente de hastío y valentía me recorrió de pronto desde los pies, y aquel callejón que apareció ante mis ojos esa tarde fue el principio de la gran respuesta que no sabía estaba esperando encontrar.

Decidí que ese día no habría reglas, colorearía fuera de la línea.



La pequeña Venecia, como siempre, se atiborraba de turistas, de cámaras, comida, paseos por el canal, degustación de vinos, y, como no, de gritos, risas, idiomas....

Ese día no era la excepción. Había tanta gente allí, que llegué a pensar que una rebelión sucedía.

En contra de todas mis costumbres y gustos, ese día me aventuré al sol, a la gente, al ruido y al tumulto, esperando encontrar algo que ni yo sabía que estaba buscando; esperaba que algo en el ambiente, aquel ser creador o el mismo universo se apiadaran de mi desorientación, y me enviaran —nuevamente— un poco de luz, de respuestas, de ideas, de ese algo que pudiera abrirme las puertas que me sacarían de la monotonía minada en la que vivía. Debí desearlo con tanta fuerza, pero, a la vez, desprenderme tanto del deseo, que cuando menos lo esperé, la señal apareció, allá, al fondo, bien al fondo, en uno de los callejones que, por culpa de la perspectiva casi ni reconocía.

No lo entendí al principio, pero pude sentir que algo allí me llamaba, que generaba en la boca de mi estómago esa sensación que creía extinta, y ese hormigueo en las palmas de mis manos que se transmitía por el resto de mi cuerpo como hormigas, como seres diminutos con propia autonomía, que no paraban de enviar mensajes a mi cerebro y gritarle que diera un paso más, que estaba en lo correcto.

Avancé, sin embargo, con más cautela de la que mi mismo cuerpo parecía demandar.

Analicé los factores, vi a los turistas, a cómo ellos seguían de largo, sin reconocer absolutamente nada; me creí loca. Llena de un manojo de emociones que ni palpándolas una a una pude haber reconocido, crucé la calle para engañar a la cruel perspectiva que insistía con jugar con mi juicio, di unos pasos más al frente y busqué una farola de la que me pudiera colgar para poder verle bien, de frente, desde lo alto, y comprobar que, o todos estaban ciegos y yo no, o la bioquímica de mi cerebro se había rendido ante tanta batalla de pensamientos y sentires para entregarme a la demencia de la que me acusaban desde hacía un tiempo ya; yo le veía, allí, claro, místico, único, y la atracción que generaba en cada átomo y partícula de mi cuerpo era casi magnética, cómo de polos opuestos que se necesitaban.

Me bajé de mi faro inventado entonces, y me llené de valentía que se desdibujaba con todo lo que sucedía en mi cuerpo. Parecía extraño que nadie más notara aquel recoveco oscuro y claro a la vez que exudaba misticismo, como si me fuera a adentrar en otra dimensión, y aún con el peligro latente de llegar al otro extremo y encontrar que aquel callejón no era más que un delirio, no me atrevía a no acercarme.

Miré alrededor, contemplé la idea de estar enloqueciendo, y cuando no me pudo importar menos decidí romper la monotonía que llevaba viviendo durante varios años ya. Giré sobre mis talones casi como un autómata; el estómago se me hacía un lío, repleto de mariposas y estallidos, de emociones comprimidas. Cerré los ojos y me permití perderme entre el ruido de los visitantes y enfocarme en sentir todo lo que venía de allí, toda esa energía que casi podía palpar, ese vaho de nerviosismo, de ciencia, de magia y esperanza; no sabía qué había allí, pero me atraía como un imán, como gravedad, había algo conocido allí que me hacía presa de la sensación, adicta a algo que no reconocía, a algo que debía descubrir.

Di un paso al frente, mis rodillas parecían gelatina, temblando; una mezcla de miedo y emoción hicieron que perdieran firmeza; un poco de jungla y ciudad, de magia y realidad; un paso más, y otro más, un parpadeo, un suspiro, una respiración entrecortada. Me sentía como las veces en que hacía travesuras, pero mucho peor. Casi estaba dentro, sólo debía dar dos pasos más, con cautela, con respeto.

Cuando creí que culminaría mi camino de verdad, frené en seco, me detuve de nuevo por alguien que pasó por mi frente. Aún eclipsada por el misterio frente a mí, parpadeé, y, de pronto, al abrir los ojos nuevamente, me encontré con alguien, un hombre que acababa de salir del callejón, un hombre con cara feliz y sonrisa pícara, que me veía a los ojos, al parecer, emocionado, emocionado hasta la inconsciencia.

—Uvita...—dijo hecho sonrisas— me has puesto fácil encontrarte.

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Aparece alguien muy importante <3 

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora