Capítulo 52: Herida

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ANGELA

Me las arreglé para salir del baño y subir a mi cama. Tumbada, hecha un ovillo en el medio, bajo el enorme edredón hinchado, me sentía como si me hubieran tragado entera.

No podía respirar, no podía moverme. Me sentía en carne viva, como si me hubieran abierto en filetes y me hubieran dejado para que los pájaros me destrozaran. ¿Cómo podía estar pasando esto de nuevo?

Quizá esta vez tenga que mudarme definitivamente a casa. Aceptar un trabajo en el taller mecánico de la ciudad. Ayudar a cuidar a papá. Permanecer oculta.

¿Merecía la pena renunciar a mis sueños por un poco de paz y tranquilidad?

Tampoco es que los estuviera viviendo ahora.

—¿Angela? —Xavier llamó, atravesando la puerta de mi habitación.

Hice una mueca de dolor y me apreté más volviéndome una bola, esperando su ataque verbal.

El edredón se echó hacia atrás. Xavier se alzó sobre mí, con el pecho hinchado.

—Tú... -gritó y se detuvo.

Una nueva oleada de pánico se apoderó de mí cuando su oscura mirada recorrió mi cuerpo, observando la posición fetal en la que yacía y mis mejillas manchadas de lágrimas.

Entonces algo cambió.

Xavier frunció el ceño y su respiración se volvió más lenta.

Se metió en la cama a mi lado, tirando de mí contra su pecho, y nos tapó con las mantas.

Me quedé helada cuando se acomodó detrás de mí, me apretó más y me dio un ligero beso en la mandíbula.

—¿Qué te ocurre, mi ángel? —Podía sentir sus palabras reverberando en su pecho contra mi espalda.

Sacudí la cabeza, y mi voz, cuando hablé, sonó cruda. —No creo que pueda decírtelo.

Tengo miedo de decírtelo.

Xavier tarareó. Sus dedos comenzaron a trazar pequeños círculos en mi cadera. No había nada exigente en el contacto, nada sexual.

Una especie de calma empezó a invadirme, partiendo de ese lugar y extendiéndose hacia el exterior.

Suspiró. —Si no quieres hablar conmigo, ¿quieres que vayamos a algún sitio?

Pensé por un momento, esperando que el terror se adelantara y me agarrara de nuevo, pero no llegó.

Si Xavier solo quisiera acostarse conmigo, no perdería el tiempo sacándome en público. Había testigos. Si Xavier había algo que odiara más que a mí, era que yo arruinara su imagen pública.

Asentí con la cabeza una vez.

—¿Puedes caminar?

Volví a asentir, aunque no estaba segura de que fuera cierto, de si mis piernas serían lo suficientemente fuertes para sostenerme.

—Voy a buscar los abrigos —dijo—. Espera aquí.

***

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