Capítulo 4: Parte A

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En las rojas luces que se encendían y se apagaban en la punta del más alto de los edificios que tenía en frente, estaba clavada su mirada desde hacía un buen rato.

Habiéndose ido a parar a la terraza, ella sostenía una copa; y la yema de su dedo índice paseaba circulatoriamente alrededor del cristal. En eso, el dedo tropezó y cayó en el contenido.

Autómata, Cande se lo llevó a cierta parte del rostro, siendo el carnoso labio inferior de su boca el que fuera lentamente acariciado y a la vez cubierto de vino tinto.

Así de humedecido, la fémina se lo lamió; y el sabor que ya conocía se le hizo desconocido y mayormente delicioso al combinarlo, imaginativamente cuando cerró los párpados, con el sabor de otros labios.

Labios, que al principio de conocerlos, le habían sonreído sinceros e interesados. Después, se volvieron serios y callados, abriéndose sólo para responder escuetamente a lo que le habían preguntado y para agradecer las atenciones brindadas, viéndoles salir a toda prisa al ser rechazada la ayuda que también se hubo extendido al finalizar la cena; y es que ella hubo dicho sería la encargada de levantar todo el desorden que todavía había en cocina y comedor.

Porque era demasiado limpia, además de la puntualidad con que se iba a la cama para descansar y salir temprano a trabajar, Cande suspiró hondamente, dejó su letargo y al interior de su vivienda se dirigió.

Al estar allá, en cada enser que él hubo utilizado, ella lo sostenía y fruncía el ceño, ya que la urgencia con que lo vio partir, a la mujer tenía bastante intrigada, diciendo que si ese hombre lo hubo planeado así, ciertamente lo había conseguido, porque hacía mucho tiempo que ella no se sentía como en esos momentos: atraída por alguien después de vivido aquel amargo rompimiento y triste experiencia pasada.

Sin embargo, sintiéndose de ambas no totalmente superada, privándose de ensoñaciones, en lo que la mujer se concentraba con sus debidos quehaceres...

El parque cercano de ese condado, a pesar de su hora nocturna, era sumamente visitado.

En sus iluminadas canchas deportivas podían distinguirse a jóvenes demostrando su talento ya fuere encestando pelotas o haciendo movimientos extremos con sus patinetas, mientras que los bien cuidados jardines eran frecuentados por parejas de todas las edades, no pudiendo faltar los chiquillos andando en bicicleta por los andadores o comprando algún helado.

Y precisamente uno de éstos y de doble tamaño le prometieron a Terruce con tal de que su rostro sonriera un poco.

Por la broma de Bob, el guapo técnico así lo hizo conforme continuaba el camino hacia una palapa de antigua construcción que yacía en el centro y donde un grupo de hombres de la tercera edad, amena y pacíficamente, sentados alrededor de una mesa, jugaba dominó.

Para no interrumpir la concentración de los participantes, rezagados y en silencio los recién llegados aguardaron.

Pero no pasarían ni diez segundos cuando un ser de bonachona figura, boina en la cabeza y puro en la boca gritó entusiasmado, lamentándose los otros por ser los perdedores.

Del centro de la mesa, el ganador tomaba fichas de colores; y en los bolsillos de sus prendas de vestir las iba metiendo, dejando sobre la mesa únicamente dos para que iniciara quien sería su reemplazo, ya que el hombre era papá de Bob, y que al ver al acompañante de su hijo, le diría:

— Mi buen Terry, dichosa la patria que te dejas ver, muchacho.

— Señor Hathaway —. El saludado extendió su mano para ayudarle a levantarse. — Más contento estoy yo de verlo hoy y tan bien.

— Pues no te pierdas tanto, hijo, porque puede que mañana ya no haya otra próxima vez.

— Por favor, no diga eso —, la voz de Terruce se entremezcló con las despedidas de todos. — A usted todavía le quedan bastantes años por vivir.

— Yo más bien diría por estarles robando el oxígeno.

— Ah, qué señor Hathaway. Siempre tan bromista.

— Sí, eso dicen que soy. Ahora dime —, el hombre mayor comenzó a caminar en medio de los más jóvenes; — ¿cómo están tus padres?

— E-este... quiero pensar... ¿que bien?

— ¿No has sabido de ellos?

Un hijo reprendería a:

— Papá, no molestes a Terry con lo mismo.

— Está bien, Bob — se le contestó al amigo; y al padre: — La verdad no, señor.

— ¿Por qué no, hijo?

— Por falta de tiempo.

— Para no decir de ganas, ¿verdad?

— Yo...

— Está bien, muchacho; pero no es bueno que alimentes tu corazón de puro rencor. Ellos cometieron un error contigo en el pasado, pero eso no quiere decir que deben pagarlo por siempre.

— Yo sé que no.

— Entonces, hazme un favor.

Los tres hombres se detuvieron en la orilla de una banqueta; y en lo que Bob, de la avenida, hacía detener un auto de servicio, oía a su padre aconsejar:

— Llámalos; y de paso me los saludas.

— Por supuesto que lo haré, señor — contestó al que comprometieron mientras que por lo bajo su amigo le pedía no hacerle caso a su senil padre.

Conforme los veía ingresar en el vehículo que atendiera el llamado, después de haberse despedido deseándose "buena noche", Terruce seriamente consideraba el llamar a sus padres.

Pero al llegar a la conclusión de que no tenía un buen argumento o motivo para hacerlo, el radio-técnico resopló hondamente y ahí parado donde estaba, miró en todas las direcciones, eligiendo el cruzar la calle pocamente transitada para tomar el autobús que lo llevara a Manhattan donde por sus barrios bajos se perdería hasta encontrar en el mercado negro, la pieza que necesitaba para arreglar la consola de Cande.

Oculta PasiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora