Capítulo 9: Parte C

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Para no errar en lo que pensara, Terruce demandaría mejor aclaración:

— ¿De qué infección estamos hablando?

— No la nombró. Pero comprenderás que me aterró la idea. Hoy en la mañana fuimos al doctor —, ella mostró sus brazos pinchados por agujas; — de los dos sacaron bastante sangre para ser analizada. Niel no ha llamado. Lo que es señal de que todavía no están los resultados. Sin embargo... ¿te imaginas lo que va a ser de mí si sale un "sí" a lo que sea?

Impulsivo, el guapo técnico la envolvió en sus fuertes brazos diciéndole:

— No, no, no pienses eso. Al contrario, aférrate y declárate sana.

— Lo sé, pero... no es fácil.

Cande, además de sentir la firmeza de sus pectorales a través de la tela de su camisa, se sintió muy protegida y por lo mismo llegó el tiempo de flaquear:

— Por dentro, la duda me está carcomiendo y tengo mucho miedo, Terruce, ¡te juro que lo tengo!

— Te entiendo, linda.

El hombre inclinó la cabeza para besar la de ella que volvía a llorar ahora sobre su pecho.

Por cuestión de segundos él pudo disfrutar y embriagarse del aroma de la mujer; y es que el inoportuno pitazo de la tetera plus el timbre de un teléfono consiguieron separarlos.

Pidiendo disculpas y permiso, Cande fue atender primero el teléfono. Y conforme oía a Neil, se dirigió a la cocina para apagar la estufa y preparar las tazas de té.

Terruce, por su parte, habiéndose quedado en la terraza miraba hacia el negro cielo con ceño fruncido y pensaba qué hacer para ayudarla. Investigar a Charles era algo que no quería hacer, pero tratándose ella...

Golpeando con su puño la barra de concreto de ese balcón, él tomó una firme decisión. Empero, no iba a ser necesario porque...

— El doctor me ha citado para mañana — ella apareció compartiendo: — ya tiene los análisis y quiere verme.

— ¿Te ha dicho algo bueno? — él se acercó para ayudarle con la charola que llevaba.

La amabilidad de su visitante, Cande la aprovechó para ir a tomar y armar una mesita plegable de madera y decir:

— Según Neil no dijo nada. Pero su voz tampoco parecía preocupada.

— Me alegro mucho —, Terruce siguió una indicación y dejó su carga.

— Sí, la verdad yo también. Sin embargo...

— Hasta que no lo oigas es que vas a sentirte mucho mejor.

— Tú sabes que así es. Bueno —, ella inhaló suficiente aire que le levantó el espíritu. — Ahora ven, siéntate ahí —, apuntó el diván, quedando, en medio de los dos, la mesa de la cual ella tomó una cuchara preguntando: — ¿Cuántas de azúcar le pongo a tu taza?

— Una, está más que bien.

— Ah, también te gusta cuidar tu salud — Cande, muy sonriente, miró lo obvio.

— Procuro, sí.

Y porque ella, al estar entregando la taza recordó algo, preguntaría:

— ¿Juegas mucho el frontón?

— Apenas lo estoy aprendiendo.

— ¿En serio?

Cande se extrañó; y basándose en el dato de Neil haciendo referencia a sus músculos, indagaba:

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