Timonet, la mejor herbolaria del mundo

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— ¡No vamos a aceptar esto! ¡Ustedes...! ¡¿Realmente se creen unas gánsteres?!

Lele se cruzó de brazos y retiró de la mesa el contrato meticulosamente elaborado que llevaban. Sabían que tenían que convencer a alguien de unirse a ellos, así que ya habían discutido condiciones no esclavas pero sumamente limitantes para esa persona. A Lele le pareció prudente tener una copia escrita lista por si se presentaba justo un momento como este.

Mabel observó sus pies colgando de la mesa y se preguntó cómo se movería a partir de ahora. Hazel apareció junto a ella, apoyándose en la madera a escasos centímetros. Aunque Mabel seguía sentada, él aún era ligeramente más alto.

— ¿Hay algo que quieras hacer? Si no, será mejor que no te apoyes en el pie lastimado.

— Sí, hay muchas cosas que tengo que hacer, en realidad.

No pensaba envejecer aquí, ni perder una gota más de agua y colágeno mientras alimentaba a un demonio feo y putrefacto.

— No creo que podamos llegar a un acuerdo, señor moderador —murmuró Mabel, desviando la mirada. Intentaba no respirar, porque Hazel olía como un pecado: algo entre madera y hierbas, profundo y masculino. Era la primera vez que notaba su aroma, aunque ya habían estado así de cerca antes.

Los restos del brote de Giki se deshicieron en su lengua, así que ya no tenía excusas para evitar hablarle.

— Moderar es solo un trabajo, igual que el rol de jugador. Después de tanto tiempo, ¿aún crees que soy un peligro para ti?

¿El que podía borrarla de la existencia? Sí, definitivamente. Sus pensamientos eran tan obvios que Hazel sonrió y apartó el rostro para no reírse en su cara.

— Entonces, no me queda de otra que mostrarte mi sinceridad.

— ¿Me vas a contar la historia ahora?

— No, voy a acompañarte — respondió Hazel con una sonrisa que se ensanchó aún más.

Gustav dejó de pelear con Lele y miró a su jefe con horror.

— ¡Amo!

— Estoy justo aquí, Gustav, no grites.

— No necesitas hacerlo — murmuró Mabel apresurada, buscando con la mirada a Lele para que interviniera. Los ojos dorados de Hazel eran como kryptonita, le robaban toda la fuerza y, a este paso, también la vida.

— ¡Ella no quiere que vayas, señor!

Hazel giró hacia Mabel.

— Y-yo no dije eso.

Hazel sostuvo su mirada, y Mabel fue la primera en apartar la vista.

— S-solo creo que, eh... ¡tu pierna! Tu pierna está herida...

— La tuya también —señaló Hazel con calma.

Mabel bajó la vista a su pie lastimado, ahogando una palabrota.

— P-pero tu salud... — intentó animarse de nuevo.

En lugar de responder, Hazel desabrochó el primer botón de su camisa mientras la desfajaba. Gustav chilló como una tetera, intentando cruzar la mesa para detenerlo. La voz interna de Mabel hizo eco de su alarma, y su cuerpo retrocedió instintivamente, pero sus ojos... su mirada traicionera quedó fija en la franja de piel que se iba revelando lentamente. Joder, ¿por qué todos allí tenían un abdomen marcado? ¡Era ridículo!

Cereza gorjeó, acercándose para cubrirle los ojos. ¡No otra vez!

Había mucho que admirar, sí, pero lo que realmente capturó la atención de todos no fue el cuerpo de Hazel, sino las venas moradas que recorrían su piel desde el corazón hasta los hombros y se ocultaban tras el pantalón.

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