Familia Gardner

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Nota: El capítulo ha sido editado. La versión anterior era un borrador sin corregir que subí por error 🙁 

Existen dos planos superpuestos en Everton. En uno, se encuentra una villa preciosa, bendecida todo el año con flores. En el otro, Astarté cosecha las almas, extrayendo de ellas su energía para alimentarse y sostener al pueblo que lo venera. Sus víctimas, incapaces de morir ni de desvanecerse, terminan convertidas en abono para sus campos y en una fuente de energía constante para sus cuerpos.

— ¿Qué significan las flores? — preguntó Mabel a Laurel.

— No lo sé con certeza. Podrían ser una representación de las víctimas o tal vez una manifestación del poder de Astarté. Aparece una nueva cada vez que uno de ustedes... se consume, supongo. Lo que sí puedo asegurar es que no son una creación natural, y sus efectos... atontan a la gente, nublando sus mentes — Laurel bajó la mirada con aprensión. Mabel notó como la tristeza opacaba su expresión.

— ¿Y el segundo plano? — interrumpió Ryker, inclinándose sobre la mesa. Mabel le lanzó una mirada de advertencia, dejando claro que, si seguía presionando a la niña, la casa o ella misma lo pondrían en su lugar.

— El segundo... bueno, tampoco lo sé con seguridad. ¿Quizás sea donde la energía toma forma fuera del cuerpo terrenal?

Al escucharla, Ryker y Mabel se miraron, con la misma expresión de desconcierto en sus rostros.

— ¿Qué?

— ¿Eh?

La gallina en la jaula sostuvo la mirada de Gustav

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La gallina en la jaula sostuvo la mirada de Gustav. El mayordomo retrocedió y entregó el cuchillo a una de las dos mucamas que se encontraban a su lado. La joven tembló, sujetando el mango con ambas manos mientras lo miraba aterrorizada.

— ¡¿S-señor?!

— ¿Qué estás esperando? ¡Mátala!

— ¡P-pero señor...!

— ¡Nada de peros!

Aunque su tono fue severo, ninguno de los tres sirvientes se atrevió a dar un paso adelante.

— Y-yo... ¡tengo que lavar la ropa! — la mucama soltó el cuchillo sobre la mesa y salió corriendo.

— ¡Voy a remendar la cobija rota! — exclamó la otra, huyendo tan rápido como la primera.

Gustav las observó marcharse con una mirada llena de odio, luego volvió su atención a la gallina. Giró la jaula, la acercó a la ventana y abrió la puerta que la mantenía encerrada.

— ¡Vete! ¡Huye! Si te vuelvo a ver, te prometo que te haré a la plancha.

La gallina, tan indiferente como antes, saltó fuera de la jaula y regresó con sus compañeras.

— ¡Santo cielo! — murmuró Gustav, apoyándose derrotado en el lavaplatos. Papas y zanahorias se apilaban allí, esperando a que decidiera qué haría para la cena. La carne estaba descartada, el pescado no le interesaba a nadie, y las gallinas eran parte de la casa. Nadie, ni siquiera Gustav, que haría cualquier cosa por su amo, podía sacrificarlas para el menú de esa noche —. ¿Caldo de verduras, entonces?

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