Dulces sueños

25 6 22
                                    

— ¿A medianoche, Timonet? — Connell observó a su hija desde el marco de la puerta.

Timonet estaba encaramada en la ventana, donde había improvisado una plataforma con materiales sobrantes de la casa para que todas sus plantas nocturnas pudieran recibir el rocío y la luz de la luna. Su habitación parecía un invernadero, algo que Timo había insistido en tener, aunque se le había propuesto adecuar una de las habitaciones del primer piso.

— Es la mejor hora para medir su crecimiento, cuando las hojas se extienden — Timonet miró a su padre por encima del hombro, con una expresión incrédula —. Pensé que un hada sabría cómo cuidar mejor las plantas de su propio mundo.

Connell suspiró mientras se acercaba a la ventana para revisar la estabilidad de la plataforma. Si su hija continuaba trepándose en ella, necesitaría reforzarla.

— Y por eso soy el más indicado para decirte que dejarlas en el porche sería igual de bueno. Además, recuerdo claramente cuando nos sentamos todos a cenar esta noche y les dije que Dean llegaría mañana muy temprano y que todos deberíamos estar listos para recibirlo.

— ¿No es lo mismo saludarlo a las tres que a las seis?

— No, Timo, hay nueve horas de diferencia entre una y otra, no es lo mismo.

— No puedo dejarlas en el porche. Dijeron que no podíamos salir después de cerrar las puertas, ¿cómo mediré su crecimiento? — abrazó una de las macetas, jugando con las hojas largas y azuladas.

— ¿No te enseñé a calcular el crecimiento?

Timonet se encogió de hombros, sin mirar directamente a Connell.

— Si no las veo, no sabré si están creciendo bien y felices.

— Con el cuidado que les das, ¿cómo no serían felices? Vamos, a dormir, todos debemos estar presentes mañana. Dean viene a ayudarnos, lo mínimo que podemos hacer es ser amables.

— Amables — bufó Timonet en un susurro —. No le importará si dejo caer una maceta sobre su cabeza mientras Rosemary esté presente.

— ¿Qué dijiste?

— Que de todas maneras tengo que meterlas antes de que salga el sol — respondió Timonet rápidamente. Cerró la ventana y puso el pestillo. Connell regresó con una tira de vendas húmedas que usó para sellar los bordes de la ventana. Los símbolos grabados en las vendas brillaron levemente.

— Recuerda, no abras hasta que el cielo se ilumine — Connell acarició su cabeza y le dio un beso de buenas noches.

Observó a Timonet de pie en el centro de la habitación, mirando la ventana cerrada. De pronto, la adolescente comenzó a llorar, sus hombros temblando. Mabel se acercó lentamente.

— Oye — susurró —, ¿estás bien?

La chica giró sobre sus talones, encarando a Mabel, pero sin realmente verla. Se dejó caer de rodillas, observando aterrada el suelo. Su respiración agitada amenazaba con hiperventilar en cualquier momento. La piel de sus muñecas se abrió en dos cortes verticales y la sangre fluyó como dos ríos sobre el suelo. Timonet lloraba, ahogándose entre hipidos y desesperación mientras observaba cómo se delineaba un círculo perfecto, y los símbolos, similares a los que su padre había inscrito en las vendas, comenzaban a aparecer dentro de él. La dulce chica que se aferraba tímidamente a su maceta colapsó dentro del mismo sigilo que su cuerpo creo.

Volviéndose como arenas movedizas bajo ella, el suelo se tragó a Timonet y continuó extendiéndose, persiguiendo a Mabel hasta el pasillo. Antes de poder alcanzar las escaleras, Mabel tropezó con sus pies, cayendo sobre cristales rotos esparcidos por el suelo. El dolor ardiente la hizo llorar, aunque no por mucho, ya que se distrajo al sentir las puntas afiladas de unas garras diminutas encajándose en su cabeza. Mabel jadeó y abrió los ojos. Estaba recostada sobre la pila de libros más cercana, el álbum abierto junto a ella en una foto donde Timonet aparecía con las manos llenas de tierra mientras trasplantaba sus plantas a macetas más grandes.

Rever ArcadeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora