Mayo 03 | Alex

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𝑴𝒂𝒓𝒕𝒆𝒔 

La conversación que sostuvo con Alexandra le dejó inquieto durante toda la noche, aunque interiormente reconoce que le debía una explicación aun sin tener el panorama claro ni las respuestas que tanto anhela encontrar.

Se gira sobre la cama por enésima vez en el preciso momento en que el sonido de la alarma inunda la habitación. Apesadumbrado abre los ojos que solo había cerrado para no seguir con la mirada pegada en el placard.

Como una máquina repite la rutina matutina del día anterior. Resopla al recordar lo agotado que es tener que regresar a la habitación que ocupaba cuando apenas llegó a aquella casa. 

Con la toalla envolviéndole el cuello, baja silenciosamente las escaleras hasta llegar a la habitación de invitados. El color azul oscuro le permite abrir más ampliamente sus ojos. Se dispone a ducharse tomándose su tiempo a sabiendas de que no hay nadie esperando fuera por su turno.

Allí bajo la regadera los problemas no se esfuman, pero parecen más sencillos de sobrellevar. Para Alex, ese parece ser el único momento en que puede sentirse en casa, pues el cuarto de baño no es tan diferente como solía ser el de su casa.

Al rato, sale envuelto en una toalla y se sienta sobre la cama que lo albergó las noches en las que no lograba conciliar el sueño e incluso aquellas en las que se despertaba asustado y empapado en sudor por las pesadillas y el vívido recuerdo de sus padres.

Al girar inspeccionando la habitación, su mirada repara en la guitarra que yace entre la pared y el suelo. Va hasta ella y la sostiene, volver a sentir las cuerdas bajo sus dedos le devuelve al momento en que su padre le enseñó cómo tocarla. Sin proponérselo, regresa también aquella melodía que Iván le repetía constantemente.

Incontables fueron las veces que se sentaron sobre el porche de la casa con la guitarra en mano, su padre le antecedía tocando esa sencilla canción "Margaritas y cadenas", que no tenía letra; o al menos eso le decía Iván mientras tarareaba algo que no recordaba con claridad.

"¿Quién te la enseño papá?" –solía preguntar, el hombre de cabellera negra como el ébano, le sonreía cálidamente y respondía: "Fue tu abuelo, siento no recordarla hijo".

Sin notarlo, ya se encontraba tocando aquella canción de la cual desconocía los orígenes. Mantiene los ojos cerrados evocando el recuerdo de su madre acercándose a ellos, sus cabellos rubios ondeaban con la suave brisa de primavera. Siempre sostenía dos tazas blancas, una en cada mano. Se sentaba junto a él, mientras le veía tocar y sonreía junto a su padre.

De ahí el recuerdo que involucra el aroma de café recién hecho, una canción y la primavera.  Una rebelde lágrima recorre su mejilla humedeciéndola.

Deja la guitarra a un lado y seca sus lágrimas con los pulgares. Se toma la cabeza intentando, sin éxito, no revivir más recuerdos que involucren a sus padres. Pero es inútil, toda su vida gira en torno a ellos y le es imposible aceptar que ya no están más.

Hasta ese momento, diez años después seguía sin entender la forma en la que sus abuelos habían actuado y las razones que los llevaron a actuar así. Conjeturas, es lo único que tiene en su mente, pero ninguna con la posibilidad de ser cierta.

–Esto es una reverenda mierda –se dice a sí mismo.

Se permite sentir enojo hacia las personas que le negaron la oportunidad de tener una familia completa, la misma que añora ahora mismo. Quizás sería más sencillo si tuviese un hermano, piensa.

–O quizás no –niega en voz alta–. ¿Felipe y Carla se hubieran quedado con nosotros de haber sido dos?

Sacude ávidamente la cabeza para alejar esas descabelladas ideas, mira directamente al reloj colgado en la pared; aún lleva tiempo. Repentinamente recuerda que antes de que Alexandra llegara a verle la noche anterior, tenía algo en mente: Leer la carta de sus abuelos.

Sale de la habitación lo más rápido que su, todavía adolorida pierna, le permite y sube las escaleras hasta llegar a su habitación. Se dirige directamente hacia el escritorio, aleja la silla y saca la mochila. La abre y busca en su interior el sobre blanco que le entregó la mujer pelirroja aquel día.

Saca los libros y cuadernos dejándolos sobre la mesa, voltea la mochila y la agita esperando que la carta caiga del interior. Empieza a sentir calor y su espalda descubierta empieza a picar a causa de los poros abriéndose por lo ansioso que se siente.

Busca sobre el escritorio, entre los libros y cuadernos apilados junto a la lámpara. Sigue sin encontrar la dichosa carta. Se arrodilla con dificultad para mirar bajo la cama, pero no encuentra más que algunos calcetines y mucho polvo cubriendo la fría superficie.

–Joder –maldice entre dientes. Al instante ríe irónico por la situación, la carta que ignoró en su momento es la misma que ahora desea leer.

El móvil empieza a sonar sobre la mesita de noche, lo coge y toma la llamada:

–Buenos días Alex –dice la adormilada voz de Matheo.

–Hola Math –saluda sin dejar de recorrer su escritorio con la mirada.

–Yo me encuentro bien Alex, gracias por preguntar –murmura con sarcasmo–. ¿Quieres que pasemos por ti? –pregunta con ánimo renovado.

Alex aleja el teléfono de su oreja y mira la hora, tan solo tiene veinte minutos si quiere llegar a tiempo y aún no se ha vestido.

–Sí, te dejo... me apresuraré –dice y cuelga para empezar a vestirse.

Cuando se dispone a calzar las zapatillas, aún con la camisa desabotonada y los pantalones resbalando por sus pantorrillas, alguien llama a la puerta. Sube con prisa los azules pantalones de uniforme y los sostiene con las manos a falta del cinturón. Murmura un simple Adelante y enseguida la puerta se abre.

–Buenos días Alex –saluda la madre de Alexandra amablemente.

–Buenos días –le devuelve el saludo tomando el cinturón del respaldo de la silla.

–Veo que aún no estás listo –comenta–. Debo llegar más temprano al trabajo hoy –anuncia para apresurarle.

–No se preocupe por mí, Matheo me recogerá –responde haciendo el nudo de la corbata.

–Oh bueno, en ese caso... no olvides el almuerzo –dice tomando la perilla de la puerta.

–Señora Carla –le llama.

–¿Sí? –pregunta la mujer volviendo la vista a él.

–¿Alguien entró en mi habitación? Creo haber perdido algo de la escuela –miente.

–No lo creo Alex, entré el sábado a limpiar cuando te fuiste al consultorio. Aproveché en lavar las sábanas, te lo dije.

–Sí, lo recuerdo.

–También te lavé la mochila –dice pensativa–. Y antes de que preguntes, todo lo que encontré dentro lo puse dentro de una funda para papel dentro de un libro –señala la mesa del escritorio.

–Muchas gracias –dice esperanzado.

–Espero que tengas un buen día Alex –sale finalmente de la habitación.

El pelinegro remueve las cosas de sobre la mesa y saca con dificultad el pesado libro que su madre forró con esmero. "Cien años de soledad" había ocultado fácilmente la funda, dentro se encuentra el sobre blanco que tanto estaba buscando. 

Cuando está a punto de abrirlo, el claxon del auto de Lucía suena muy fuerte desde afuera de la casa, al instante la gruesa voz de Matheo le grita que baje.

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