Mayo 04 | Alexandra

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𝑴𝒊é𝒓𝒄𝒐𝒍𝒆𝒔 

–Tú puedes organizar los discos –señala Alex el montón de discos regados por el suelo, cerca de la cama.

–Vaya –jadea–, tienes muchísimos –dice mientras pasa los dedos por encima de las portadas.

–En casa nunca faltaba la buena música –confiesa mostrando una sonrisa nostálgica.

–Supongo que al ser hijo único, tenías total libertad de pasar de esto –señala sosteniendo un disco de Guns and roses en una mano –, a esto– agita un cd de Robbie Williams en la otra. Alex no puede dejar escapar una risa.

–Los fines de semana mi casa parecía una karaoke. 

–Podríamos hacer eso aquí también –sugiere imaginándose la situación.

–¿Tú lo crees? –pregunta Alex incrédulo.

–No sé si mis padres se pongan de acuerdo, y lo digo por sus gustos; pero podríamos intentarlo.

–En mi casa nunca fueron motivo de discusión... las canciones. Tanto mi padre como mi madre disfrutaban de lo que me gustaba.

–¿Gustaba? –pregunta intrigada–. ¿Ahora ya no?

–Aún me gusta –replica seguro, es solo que... me cuesta hablar de mis padres y yo en pasado.

–No dejes de escucharlas –se anticipa a decir–, a mis padres no les importa el ruido–le tranquiliza.

–Ya –suspira con una sonrisa–... es imposible no pensar en ellos cuando las escucho –su buen ánimo se disipa de repente y su mirada se concentra en el frío suelo de la habitación, mientras se sienta con dificultad sobre el mismo.

–Debe ser difícil –comenta sentándose con él–, pero es una buena forma de recordarlos. ¿No lo crees? 

–Creo que lo del karaoke... prefiero conservarlo como una tradición que tenía con ellos –dice en voz baja–. De todas formas agradezco tu intención.

–Alex, no creo que tus padres estuvieran de acuerdo con la idea de que dejaras de lado lo que te gusta.

–Lo mismo me dijo tu padre –dice mientras plancha con las manos un póster de Green Day sobre el suelo.

–Deberías escucharle –aconseja–. ¿Él también vio tus discos?

–No lo creo –responde guardado el póster dentro de una caja negra–, lo dijo para que no dejara de tocar la guitarra.

–No sabía que tocaras –dice con sorpresa–. ¿Dónde la tienes?

–Justo ahí –señala al otro lado de la habitación–, junto al placard.

Sin pensárselo dos veces, Alexandra se pone de pie lo más rápido que puede dirigiéndose hacia el gran espejo del placard sin dejar de iluminar el camino con la linterna del móvil.

–Anda Alex, toca algo –vuelve junto al pelinegro y le ofrece la guitarra.

–No, nos escucharán –se niega a tomar el instrumento.

–Sí, tienes razón –susurra y deja la guitarra sobre la alfombra al momento en que cesa la iluminación en la habitación. Se aleja sigilosamente y en puntillas hasta la puerta, cerrándola sin hacer el más mínimo ruido.

–¿Alexandra? –escucha al chico llamarle–. Alexandra, ¿dónde estás? –insiste tanteando en el aire con las manos extendidas.

La castaña lo puede observar gracias a la luz de la calle asomándose por una pequeña abertura con rendijas cerca al techo, no tarda mucho en reírse.

Se acerca de manera silenciosa y siente las manos de Alex chocar contra su cintura, atrayéndola de la camiseta ancha y larga que usa como pijama. Nerviosa esconde su rostro bajo mechones de cabello, aunque sabe que el chico no puede verle la cara.

–Estoy aquí –susurra quieta–. Problema resuelto –dice cuando él la suelta.

–Creí que te habías ido–admite tan pronto se aleja de ella sentándose nuevamente sobre el suelo.

–Claro que no. Vamos, ahora nadie podrá escucharnos... escuchar la guitarra –se corrige mientras enciende la linterna del móvil otra vez, y lo apoya sobre una pila de libros.

–Sí que eres obstinada –comenta entre dientes–. Vale, pero solo una –aclara con voz firme.

–Lo que tú digas –rueda los ojos y se sienta junto a él.

Ve a Alex tomar la guitarra dudando un poco, cruzan miradas por un instante y entonces el pelinegro empieza a tocar. Citando a Nickelback, sus dedos se deslizan sobre las cuerdas inundando la habitación con la melodía de Far Away, no la canta, solo la tararea, lo cual es suficiente para Alexandra que conoce de sobra el tema.

La castaña decide acompañar al muchacho tarareando la canción que se reproduce en su cabeza. Ambos se miran sin dejar la música de lado, sin pronunciar palabra, ambos saben lo que sigue en cada acorde tocado delicadamente por el joven que no puede dejar de observar detenidamente, pese a la débil luz artificial.

Su oscuro cabello ha crecido un poco desde la última vez que lo cortó, ahora puede empezar a cubrirle el ojo izquierdo. No hay rastro de moretones, solo unos ojos verdes bajo los cuales se esconde el notorio e indiscutible cansancio. Quisiera saber exactamente lo que lo inquieta, así al menos, podría intentar aliviar esa carga que parece cargar solo.

–¿En qué piensas? –pregunta Alex curioso–, ¿Alexandra?

–¿Qué? –inquiere perpleja preguntándose interiormente en qué momento dejó de tocar la guitarra.

–¿En qué piensas? Te quedaste en silencio.

–Lo siento –se disculpa como de costumbre–. Pensaba en mi perra, Molly –no era cierto, al menos no del todo.

–No sabía que tenían una mascota –comenta casi sorprendido–. Digo, no he visto ninguna foto en la sala.

–Ella murió hace casi un año, Mara eligió no tener fotos por toda la casa, apenas tenemos unas cuántas en nuestras habitaciones. 

– ¿Fue suficiente? –ladea la cabeza.

–No lo fue.  Cada tarde al volver de la escuela ella nos esperaba a Mara y a mí en la entrada de la casa, creo que es lo que más extraño de tenerla.

–Alexandra... –musita–. Lo siento, de verdad.

–Gracias –susurra con los ojos humedecidos de repente–. Solíamos escuchar esta y otras canciones con ella, mientras retozaba sobre mis piernas. 

–No la conocí, pero estoy seguro de que fue feliz de tener a tu familia como su familia.

–¿Tú eres feliz, Alex? ¿De vivir con nosotros?

–Estoy muy agradecido –sonríe antes de ponerse de pie para empezar a empacar las cajas. 

Alexandra se conforma con aquella respuesta, aunque no fuera lo que preguntó.

Todo por AlexDonde viven las historias. Descúbrelo ahora