Viveke Leodac
El viento en la mansión Kozlov era un poco más gélido que en hotel en el que me había quedado al llegar al país. El poco calor que podría haber se absorbía por la vegetación del bosque que rodeaba el lugar, por el tiempo de camino y lo poco que había averiguado sabía que era un territorio muy exclusivo en las afueras de Moscú del que no solo era difícil entrar, sino más difícil salir.
Levanté la taza de chocolate caliente contra mis labios y pegué un suave sorbo con la mirada en los crisantemos blancos plantados frente a mí, parecían mecerse ligeramente por las corrientes de aire, pero sus pétalos permanecían impecables a la temperatura un poco más fresca, floreciendo en su belleza entre su espacio designado.
Cuando Roderic llegó me notificó sobre el ataque en la gala, la supuesta culpa de Rusia y la de Cantlea, además de que parecía que su madrastra por fin había movido sus fichas para iniciar una rebelión en su contra por la situación. Eran demasiadas coincidencias para que no supiéramos que probablemente estuviera aliada con los hombres que iniciaron los disturbios en la gala. Quise acompañarlo para ponerle fin a todo, pero no me dejó. Me dijo que lo mejor sería que permaneciera en Rusia hasta que las aguas se tranquilizaran porque no podía asegurar mi seguridad allá.
Fue una decisión unilateral que se tomó entre Maxim Kozlov y Roderic, lo cual me irritó bastante, pero cómo ya no tenía nada más que aportar, hice por girar la cara indignada a mi esposo y negarme a hablar con él por lo que consideré abandono de su parte.
Ya tenía algunos días quedándome en Rusia, al menos aprovechando para visitar a Conrad en el hospital y aunque pensé que tendría a Kozlov acosandome cómo antes, apenas le había visto y las pocas veces que cruzamos palabra fueron saludos y despedidas, lo que me dejaba con un sabor amargo en la boca. Estando tan acostumbrada a su mirada depredadora y su posesividad, de pronto encontrarme con la cortesía y la absoluta frialdad era algo muy incómodo.
Sabía que debería sentirme aliviada por eso, pero en realidad cada vez me sentía más irritada.
¿Esa era realmente su naturaleza? ¿Ser un maldito intenso de mierda y luego un cubo de hielo cómo si nada hubiera pasado?
No dejaba de ser un hombre.
Un vil y arrogante mafioso que después de haber satisfecho sus deseos carnales iba a por la siguiente, haciéndole creer que era...
— ¿Puedo sentarme? — Temblé sorprendida y una parte de chocolate cayó sobre el mantel de la mesa, manchandolo. Me puse de pie ignorandolo y miré con sorpresa a mi abuela, quien estaba frente a mi usando un vestido negro con guantes de cuero y sostenía su bastón con un léon de plata en la empuñadura.
— Si, por favor.— Le dije, acomodando una silla para ella y después volviendo a mi posición, mirándola con curiosidad.
— Estaba de paso.— Ella explicó con solo esas tres palabras todavía más confusas su presencia y no agregó más explicaciones, cambiando el tema.— Parecías pensativa, ¿Qué pasa por tu cabeza?
—Ah...— Desvié la mirada. La abuela era mucho más perceptiva que mamá y no era fácil mentirle, así que solo pude responder con la verdad después de pensarlo por unos segundos. Además, necesitaba ser escuchada por alguien de mentalidad objetiva.— Pensaba en los hombres y lo volátiles y volubles que son.
— ¿Hay alguno en particular que te haya molestado? — Ella preguntó con una suave sonrisa. Ella a pesar de tener ochenta años se mantenía bastante conservada. Las arrugas en su cara no estaban tan pronunciadas y la flacidez de su piel no colgaba tanto cómo había visto en otras mujeres de su edad. Me preguntaba si era porque ella no solía ser tan expresiva, sus emociones no parecían haber estado muy presentes en su rostro a lo largo de su vida.
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Misión: Rescate. Contratiempos: Elegir. (IV libro)
RomanceLe habían dicho a la reina Ostergaard que la soñaron en una isla en medio de una elección entre un tiburón y un ave, pero, ¡No pensó que sería literal en una isla! Milenka Ahmad había elegido a Erik Ostergaard después de que las cosas salieran muy m...