Especial: Ahora hablemos del pago, príncipe.

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*Advertencia de contenido fuerte, pueden elegir no leerlo*

Magnus Ostergaard

La cobardía era mi mayor defecto.

Demasiado cobarde para ser el hijo de mi padre.

Demasiado cobarde para tener sangre de mafioso italiano.

Demasiado cobarde para moverme cuando debía hacerlo.

Nunca sería ni la mitad de lo que eran mis hermanos y esa era una realidad que siempre me llenó de vergüenza.

Estaba temblando en un callejon oscuro dónde el humo residual de los fumadores parecía adherirse a las paredes de ladrillo, cubiertas de un color negro con distintos aromas entre lo viejo y lo nuevo, pero había uno que me hacía temblar de la cabeza a los pies y dejaba que el sudor frío se extendiera por mi espalda, llegando hasta el final, cerca del dobladillo de mis boxers y donde comenzaba a apretar las nalgas por la tensión de mi cuerpo.

Me mordí la lengua y retrocedí un paso.

No podía hacerlo.

No, no podía.

El aroma a sangre me hacía sentir enfermo y llevaba el sabor de la comida de regreso a mi lengua.

Mierda.

Mierda.

Eres un cobarde, Magnus Ostergaard.

Saqué la moneda de oro de mi bolsillo y la miré temblar entre mis uñas carcomidas y desgastadas por mi saliva y mis dientes. La imagen de la calavera con sus dos orbes oscuros parecía mirarme como si se burlara de mí, como si la falta de ojos no tuviera nada que ver con la capacidad de emitir un juicio.

Este era el único camino.

No podía irme.

Levanté la cabeza llenándome de valor y luego caminé hasta la puerta de madera, astillada cerca de la perilla y con algunos agujeros en la parte inferior que no quise pensar sobre su procedencia, eso antes de dejar caer la mano cerrada con los nudillos en el material.

Uno, dos, un segundo de espera, tres.

La puerta se abrió.

Y casi me hago encima al ver a un hombre grande aparecer en la puerta. Tenía mucho músculo y me sacaba una cabeza por encima. Se cruzó de brazos y sonrió perversamente, mostrandome dos dientes marrones casi negros, uno roto en diagonal ascendente y los que quedaban intactos, estaban cubiertos de zarro dental.

Tragué.

—¿Te perdiste, niño bonito? — preguntó con un marcado acento japonés. Dobló su cuello mostrando el comienzo de sus tatuajes y tronandolo frente a mí. Me encogí.

—Ve-vengo.— Levanté la moneda hacía él.—A ver a Kenzo Itō.

El hombre tomó la moneda arrebatandola de mis manos y se la llevó a sus labios, mordiendo el oro y luego se rió.

—Estás de suerte, mocoso. Aquí está el jefe.— Dijo, haciéndose a un lado de la puerta para que pasara. Lo hice, forzando a que mis pies que estaban clavados en el suelo se movieran y me permitieran entrar en una de las tantas cuevas del dragón.

El interior del lugar era todavía más espeso que el exterior porque dónde antes había aire libre que esparcía distintos aromas, ahora estaba el humo concentrado, el olor a alcohol, a sangre y a distintos olores corporales juntos que eran asfixiantes, pero también comencé a escuchar con más claridad el ruido de la música.

Claro, estábamos debajo de un antro.

De pronto una mano grande me agarró el trasero y se me escapó un grito involuntario.

Misión: Rescate. Contratiempos: Elegir. (IV libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora